Hace ocho días soy padre. La experiencia ha sido, a la vez, esperada y sorprendente. Era cierto lo que me decían sobre que extrañaría dormir, que vería el mundo a través de otro cristal, que descubriría una profundidad inexplorada en mis sentimientos, que mis sensibilidades se modificarían. Sí, todo eso es cierto, y más aún, aunque suene a cliché.
Después de todo, los clichés sobreviven culturalmente porque suelen encerrar un grano de verdad.
Pero, más que todo eso, el nacimiento de mi hija me ha descubierto una dimensión insospechada de mi ser.
Empecé a preverlo cuando, reunido con mi hermano, me dijo que a esa niña le debía veinte años. En un primer momento no supe aquilatar lo que quería decirme.
Luego comprendí. Me decía, con razón, que mi existencia ya no es mía, o, por lo menos, que no puedo disponer de ella con la libertad que acostumbro. Por mor de su nacimiento, me he convertido, en más de una forma, en una extensión de mi hija.
De alguna manera, mi hermano me advertía algo que antes me hubiera parecido inverosímil: que la importancia de no morirme no radica tanto en el valor mismo de mi existencia, sino en mi capacidad de enriquecer esa vida que apenas empieza.
Por ponerlo de otra forma, antes de su nacimiento mi desaparición hubiera causado tristeza y sufrimiento a quienes me quieren, pero ahora hay una persona con la que tengo un compromiso que va más allá de la voluntad.
Si fuera cínico, pensaría que es esta una visión triste, y hasta desoladora, de mi existencia. Pero no es así. Cada cual encuentra el valor de su vida en lo que le llena y yo he descubierto en los ojos negros de mi hija que todo lo que he hecho me ha conducido a este momento, que este es mi lugar, que este es mi propósito. Y por eso le estoy eternamente agradecido.