Una de las creencias que ha permanecido por memorias ancestrales en nuestro género femenino es el de ser rescate y sacrificar su persona para mantener el sistema completo, una de las tantas columnas del sistema patriarcal.
Lo podemos ver en todos los órdenes desde el laboral, el familiar y ni decir del religioso. En la familia se espera de ella que todo esté en perfecto orden y con el rol endilgado de que las labores domésticas solo le corresponden a ella. En la esfera laboral, la sobrecarga de tareas para el éxito pero sin el reconocimiento y la compensación económica por los logros alcanzados. En el religioso, son el sostén de la comunidad, liderando grupos y haciendo servicio social, pero no siempre liderando posiciones de poder, se ha avanzado pero no en términos equitativos.
La vida política no es la excepción, a la hora de la toma de decisiones no estamos en los puestos de poder para las mismas, lo que redunda en que somos las grandes olvidadas en las políticas públicas.
Creemos y nos sentimos con culpa la mayoría de las veces por no ser las «buenas mujeres» en todas las esferas, creyendo que debemos ir dejando nuestros pedazos, el sacrificio, para mantener a todos completos, porque si no lo hacemos nadie lo hará o ellos no serán buenos hijos, buenos maridos, buenos jefes, la casa no estará limpia y el proyecto no va a funcionar.
Mientras seguimos condenadas al ostracismo, con el amor propio como asignatura pendiente y el respeto puesto en pausa, porque la mera figura decorativa que todos ven, también piensa, siente. No se trata de exigir, arrebatar un lugar, porque hace tiempo ya está y solo es cuestión de reconocerlo, dárnoslo y amarnos con nuestras luces y nuestras sombras.