No tengo credenciales para intervenir en el debate sobre las ruinas del monasterio de San Francisco, pero a pesar de ello me entrometo para dejar constancia de mi oposición a que se materialice el proyecto que se llevaría de encuentro tan importante reliquia histórica.
Por lo que he visto en los periódicos y la televisión, se pretende hacer desaparecer todo vestigio de más de 500 años de Historia para erigir en su lugar una supermoderna estructura que no tiene nada que ver con ese sitio. Ojalá que se detenga ese propósito.
Los lugares del mundo que tienen el privilegio de albergar monumentos de antaño en su territorio se cuidan mucho de tocarlos ni con el pétalo de una rosa.
Destruir las ruinas de San Francisco equivale a que en Italia tiren a la basura los restos del Foro Romano, que con tanto esmero cuidan o que sus museos echen al fondo del mar la Venus de Milo porque se le rompieron los brazos.
Sería algo así como que Egipto eche abajo la Esfinge, las Pirámides o el templo de Abu-simbel, o que los griegos conviertan el Partenón en un rascacielos.
O que Chile destruya las cabezas gigantes de la isla de Pascua, o que se conviertan las ruinas de Pompeya en una divertida discoteca o en un imponente campo de futbol.
Que se le eche tierra a esa insensatez es lo mejor que puede pasar.