Ahora que el presidente de la República ha avanzado el contenido que le interesa en la reforma constitucional que había propuesto antes, ha llegado el momento de empezar a plantearse qué queremos de esta y cómo abordarla.
Entiendo que lo primero que debe señalarse es que no debemos temer a las reformas. Hay que distinguir entre el sistema constitucional y la Constitución. Mientras el primero es una forma de gobierno que debe ser protegida, las reformas son sus herramientas contingentes, cuyas disposiciones deben preservarse sólo en la medida en que avancen los proyectos comunes de la sociedad.
Esto tiene como consecuencia que las constituciones no sean cemíes que la cultura arqueológica resguarde a toda costa. Son, más bien, mecanismos que permiten lograr nuestros objetivos. Vista la naturaleza contingente de las constituciones, el alcance de los procesos de reforma sólo está limitado, en puridad, por la voluntad política de la nación en pleno.
Pero, así como no debe temerse a las reformas, estas tampoco pueden hacerse con miedo. Miedo que se expresa de muchas formas como, por ejemplo, dejar incompletos o a medio talle los cambios que se entienden necesarios. O negarse a abordar un problema constitucional porque recelamos de tocar instituciones que ya no funcionan.
Sumado a estos dos, está el principal y más nocivo miedo ligado a las reformas constitucionales: el miedo a los conciudadanos, cuya principal manifestación es incrementar la dificultad de la reforma como mecanismo para eternizar la voluntad política del presente, condenando así a los dominicanos del futuro a vivir atados a una Constitución que no es la que quieren.
Precisamente por su naturaleza democrática, las reformas constitucionales están llamadas a ser momentos de decisión en los que ni se dejen cosas para después ni se pretenda impedir que en el futuro se modifiquen los acuerdos alcanzados hoy. Es de esperar que esta oportunidad sea aprovechada.