Cuando era una niña a quien le gustaba corretear por los patios de mi vecindario, en Villa Los Almácigos, en la provincia Santiago Rodríguez, tenía mucho miedo de llegar a la casa con algún objeto, así fuera una fruta, que no pudiera probar que tenía un origen que pudiese ser admitido como lícito por mis abuelos, con quienes me crie.
Una vez se me ocurrió tomar un peso de la mesa de mi casa sin permiso de la abuela, y otro día sucedió que llegué de la escuela con un objeto escolar que no era de mi pertenencia, recibiendo, en ambas ocasiones, lo que para mí fue un aleccionador castigo para toda la vida: primero fui sometida a un fuerte interrogatorio, acompañado de unas miradas que parecían la señal del fin de mis días y después mis flacuchas piernas fueron el destino de unos azotes con unas ramitas verdes que mi abuela usaba para barrer el patio todos los días, y que parece que también servían para barrer la tentación de actuar fuera de las disposiciones morales que la familia siempre predicaba.
Más grande que el dolor por las dos pelas fue la herida en mi amor propio, que me hizo sentir por mucho tiempo que había fallado y que había hecho algo malo, lo que me impedían mirar a los ojos a mis abuelos.
Por algún tiempo me preguntaba, sin entender, ¿por qué si decían amarme me dieron esas pelas? Con el paso de los años he entendido que uno será de adulto(a) lo que aprendió de niño (a) en su hogar. Por eso me siento muy orgullosa de ser parte de una familia de personas trabajadoras y, lo más importante, honestas. Su firme actitud conmigo frente a dos hechos que en aquel momento yo valoraba como poco importantes, son una de las fuentes de mi compromiso con la honradez.
Muchos (as) dominicanos(as), como yo, nos cohibimos de muchas cosas atractivas que la sociedad actual nos ofrece, simplemente porque nuestros padres nos enseñaron que no era lo correcto aceptar lo que no es el fruto del esfuerzo propio.
Los muchachos y muchachas de mi generación caminábamos por las calles protegidos por los vecinos, quienes también eran padres comprometidos, pendientes a darles una formación en valores a sus hijos y de aportar su granito de arena para que las cosas marcharan bien con los hijos de las familias cercanas, como si fueran las propias. Aunque no dudo que todavía quede algún reflejo de aquel estilo de vida, no sé si llamarlo rural, cuando observo situaciones graves que ocurren hoy frente a nuestras narices, sin ninguna consecuencia, concluyo que las cosas en nuestro país van por mal camino.
Y esto viene a cuenta a propósito de la inversión de valores que se está produciendo en la República Dominicana. Lo digo, entre otras razones, por los malos ejemplos que a diario se nos presentan a través de diversos medios de comunicación, como el caso del “súper financista” Félix Bautista, que de la nada ha construido un emporio económico que no se puede explicar ni entender y que, en el reciente acto político encabezado por su líder, el Dr. Leonel Fernández, se convirtió en la “celebridad” más aplaudida. Sólo de mencionar su nombre aquello se convirtió en un apoteósico “honoris causa” al que parece ser un héroe nacional para muchos de los miembros del Partido de la Liberación Dominicana –PLD.
Con esa acción, el Partido de la Liberación Dominicana nos está diciendo a todas las generaciones del pueblo dominicano, que ese es el ejemplo a seguir, que hay que ser como Félix.
Desgraciadamente, quien no tuvo la suerte de tener un hogar donde le enseñaran a respetar lo ajeno, hoy encuentra en ese espejo su justificación para seguir buscando caminos extraviados para obtener éxito. Nada distinto se puede esperar si quienes estaban llamados a investigar y juzgar decidieron olvidar el daño que el proceder de Félix ha causado a la sociedad y, lo peor, decidieron ignorar el que causará a las generaciones venideras que lo asumirán como ejemplo a seguir.
Por suerte ya la indulgencia de las almas no se puede comprar, porque de lo contrario algunos de estos nuevos “afortunados” hubiesen sido canonizados, para avergonzar a quienes profesamos los mandamientos de Dios. Además, por algún impulso moral trascendente, también aparecen ministros de Dios, como el cura de Santiago, que no están dispuestos a que sus centros de culto se contaminen con la complicidad, el encubrimiento y la simulación.
El mensaje es claro: si las cosas siguen como van nuestras casas se convertirán en nuestras cárceles y las calles en campos santos, porque la delincuencia parece ser el camino a seguir para progresar.
Con todo lo que ha estado pasando estoy inconforme, pero no estoy triste. Más bien me lleno de ira y de coraje. Este pueblo tiene la hidalguía para salir adelante. Ha salido muchas veces y va a volver a salir.
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