La condición de esclava egipcia no iba en desmedro de sus inocultables atributos. Era, Agar, una mujer hermosa, de mirada sumisa, pero inquietante. Y Abraham tenía ojos para ver.
La sedujo y parió para él un hijo que llamó Ismael.
Sara, que odiaba convertirse en la segunda, estalló un día en cólera y reclamó su espacio y derechos en la casa.
Abraham, en la mañana, tomó su decisión.
-Agar, márchate. Eres libre, dijo Abraham.
La mujer clavó la mirada en el rostro del hombre. Tomó a Ismael de la mano y se marchó en silencio. Hizo camino a través del desierto de Beerseba. Y a cada paso maldecía la miserable generosidad del padre de su hijo, que apenas puso en su mano un pan y agua en un envase de cuero, para dos días.