Las etiquetas y el mundo real

Las etiquetas y el mundo real

Las etiquetas y el mundo real

Las discusiones locales sobre el fracaso del gobierno de Nicolás Maduro y su deriva autoritaria han puesto en evidencia la dificultad que tenemos para ver más allá de las etiquetas.

Para muchos, que Maduro se declare de izquierdas es suficiente para perdonarle cualquier desmán, como a los Castro y más recientemente a Ortega.
Pienso que se equivocan.

Muchos creímos en que la llegada del chavismo al poder podía significar muchas cosas buenas para Venezuela.

Lamentamos el golpe de 2002, nos alegramos de su colapso y de la restitución de quien era el presidente legítimo de los venezolanos.

Pero Maduro no es Chávez, ni cuenta en esta ocasión con la legitimidad democrática que aquel tenía entonces.

La derrota electoral de 2015 nunca fue asimilada por el gobierno, y el enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo terminó con la instauración de una Asamblea Constituyente que sustituyó a la Asamblea Nacional en sus funciones, con la excusa de reformar la Constitución.

Es decir, se anuló un poder del Estado elegido democráticamente y, por tanto, se vulneró la voluntad popular expresada en las urnas.

Para agravar la falta, Maduro fue reelecto en un proceso electoral muy parecido a los tristemente recordados procesos dominicanos de 1970 y 1974.

Ante esos hechos, no hay etiqueta que valga. Se puede disentir sobre la forma de abordar el problema, e incluso encontrar peligroso el juego entablado por los países miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

Pero de que la situación en Venezuela es insostenible, lo es. De nada nos sirve jugar a defender al régimen solo porque su estética es más cercana a la que preferimos.

Esta mala práctica no es privativa de la izquierda, sino que incluye a la derecha e incluso al “centro”; todos tienen sus dictadores favoritos.

Craso error. Preferir que los gobiernos adhieran una ideología determinada no justifica la aceptación del autoritarismo.

Porque, en definitiva, lo importante es el bienestar de la gente. Si ese bienestar no existe, resulta improcedente pedirle a un pueblo que acepte su cruz, sobre todo cuando no lo acompañaremos en el viacrucis.

Los mejores gobiernos no son los de izquierda, derecha o de centro. Los mejores gobiernos son los democráticos. Nuestra primera lealtad debe estar siempre con el derecho de las personas a escoger sus gobernantes y a vivir en paz. Lo demás vieneporañadidura.



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