Las estaciones nunca regresan
Parece que nacemos en una estación de ferrocarril llamada primavera. Desconocemos quién nos puso ahí y por qué quiso dejarnos en un lugar del que nunca habíamos oído.
El desconcierto nos arranca un grito desesperado, lanzado a los cuatro vientos con los puños cerrados, queriendo tal vez retener algo ausente que no podía venir.
Quienes nos reciben en el andén de bienvenida, callan porque nada pueden modificar al proceso irreversible que comienza, una batalla existencial interminable librada en dos campos inconexos. Mejor es pensar que el recién llegado será un guerrero valiente.
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La inocencia viene también de compañera, interinamente, ya que pronto morirá en la próxima estación. Empero, en la misma primavera donde nos plantaron juntos, volarán antes los primeros recuerdos; y muchas flores fatigadas por el peso de sus pétalos y la monotonía persistente de su propio perfume, partirán también marchitas.
Sin darnos cuenta, avanzamos a toda prisa a bordo del tranvía que corre hacia la segunda estación. Su velocidad no nos estremece, y sus subidas aceleradas hacia cumbres nubosas, o sus precipitados descensos hasta las verdes alfombras de valles de plata centelleante en sus ojos de agua vivaces, no nos dejan en este tramo pintoresco, el vértigo que en estaciones venideras sentiremos más adelante.
Es distinto en este trecho inaugural de la vida inesperada, donde lo alto y lo bajo, la lluvia, el viento y el sol, y hasta el débil parpadeo de lejanas estrellas empeñadas en preservar vivo su fulgor, parece un agasajo fortuito.
Por las limpias ventanillas del tranvía de primavera que avanza veloz hacia la segunda estación, solo penetran la calidez luminosa del sol y las tonalidades festivas del prado exhibiendo su follaje multicolor.
No entran a los vagones, ruidos mortificantes para el espíritu, pero en cambio, al pasar frente a un torreón conventual, se escucha el bronceado ding dong de alegres campanas que esparcen deleites sublimes; y el murmullo arrullador de arroyuelos que corren cristalinos, vierte en el alma cascadas de sosiego.
El tiempo impone una asimetría tiránica entre las cuatro estaciones. El tren de primavera surca raudo su trayecto hacia el estío, pero en éste se ensimisma en un sopor, que al viajar hacia el otoño, dilata las dimensiones. Y si acaso en verano partimos antes sobre un tren sin rumbo cierto, pudo furtivo un hechizo deshacer las ilusiones de aparar nieve invernal.
La estación de otoño está enclavada tras el alto pico estival; en otra cima más abajo que conduce a la invernal. Las plantas primaverales que crecieron en verano, sueltan sus hojas secas, sin verdor de clorofila. La nostalgia en atuendo gris, viene en sueños que en verano o primavera nunca hicimos realidad. Pero las estaciones nunca regresan, y las ganas llegan tarde cuando andamos ya bajando por la pendiente otoñal.
El tren de primavera se desliza desde la empinada colina donde empieza la estación postrera, del invierno. Una fuerza tira de su masa ya otoñal y acelera su caída. El tiempo vive inquieto en la piel de quienes tiritan adentro sin haber imaginado antes el escalofrío seco del vacío. Muchos viajan sosegadamente.
Pero por los cristales borrosos, todos ven al roble altivo tirado a rastras por el légamo infecundo; a la deriva, sus ramas sueltas y huidizas, liberadas ya del tronco noble, cubierto de nieve todo, y exánime.
El crudo frío que muerde en la estación de invierno, congela rieles, pulso y engranajes; hace inútil todo intento de avanzar o dar marcha para atrás. El tren de la vida queda inerte con su carga. Todo calla. Las estaciones nunca regresan, en este mundo.
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