En la República Dominicana es usual promover conceptos como “imparcialidad”, “independencia” y “apolítico” como guías para la solución de todos los problemas que la aquejan. ¿No te gusta la opinión de un periodista?
Es porque hace falta “imparcialidad”. ¿Estás en desacuerdo con la decisión de un órgano de gobierno? Es por falta de “independencia”. ¿Las cosas no salen exactamente como querías? Hay que buscar un mecanismo “apolítico”.
Esto es aun más notorio cuando se trata del efecto de la realidad política sobre el devenir del país.
Pareciera que todos los problemas son el fruto de la intromisión de agentes políticos o de las ineficiencias del sistema democrático. En el mejor de los casos, el valor de verdad de esa forma de ver las cosas es por lo menos dudoso.
Las exigencias de “imparcialidad” muchas veces esconden el deseo de que el dogma de fe asumido no sea cuestionado; las de “independencia”, que no se tomen en cuenta otros puntos de vista que los propios, y las de “apoliticidad”, que a la voluntad de las mayorías no se le preste atención.
Pero la gran cuestión es que los problemas de la República Dominicana son los de toda sociedad democrática, algo insoslayable cuando se debate sobre ellos.
Quien piensa que la solución a las dificultades de la democracia es siempre menos democracia es porque, en realidad, no le gusta la democracia.
Enfrentados a tales reclamos, debemos llevarlos un poco más allá y preguntarnos siempre: ¿imparcialidad a favor de quién?, ¿independencia frente a quién?, ¿apoliticidad en beneficio de quién? No será difícil encontrar las respuestas: lo que en realidad se pide es que no se delibere, que no se discuta, que no se evidencien los conflictos sociales, políticos y económicos que son inevitables en una sociedad plural.
Carlos Santiago Nino atribuía a las elecciones una naturaleza epistémica, porque condensan en el tiempo los debates importantes para una sociedad y cristalizan las opiniones de los ciudadanos. Pero también decía que las decisiones electorales, aunque contingentes, tienen consecuencias.
Lo mismo manda nuestra Constitución. Pretender borrar las consecuencias de las elecciones en nuestras instituciones es atentar contra la naturaleza democrática del sistema. La solución no es menos, sino mejor democracia.
El ejercicio vigoroso de los derechos ciudadanos es la verdadera forma de controlar a nuestros gobernantes en lo que llegan las siguientes elecciones.