Hay que dudar siempre. Hay que preguntar siempre. TERENCIO
Cuando uno se despierta en la casi madrugada y se sitúa frente a una persiana a observar el discurrir incesante del panorama, son muchas las sorpresas que le aguardan.
La existencia, las viejas y nuevas construcciones, la gente que camina casi siempre con premura, los vehículos incesantes y ruidosos, los motoristas que se encaminan a sus diversos destinos, el espacio colmado del azul y blanco del cielo todavía algo gris y las nubes, la brisa, la creciente claridad que colma los espacios…
Distante y próximo se escucha el rumor de la vida, voces apagadas, el viento que se desplaza a través de los arbustos, las aceras, los pinos, los almendros, las acacias, el tránsito incesante de los autos maltratando el oscuro asfalto, ese penetrante rumor de la existencia que se desplaza hasta nosotros, a la lentitud de los gestos matutinos, las imágenes de los últimos sueños…
Hoy la atención, las miradas, el pensamiento se desplazan hacia el discurrir y los afanes del día que comienza, los asuntos por resolver y programar, las infaltables tareas pendientes, las lecturas, las noticias, los libros a la espera cuyo número crece incesante, como las listas en las que vamos otorgando su lugar en nuestras vidas, el momento preciso en que tendremos acceso al saber acumulado y que terminará como siempre por sumirnos en la sorpresa y el asombro.
Se siente uno tentado a abrir los canales de noticias, porque el mundo se encuentra en una situación tan difícil y compleja que no es absurdo pensar que lo peor puede sorprendernos en cualquier momento.
Tomamos una libreta y colocamos en orden las tareas del día, porque el deber y las responsabilidades no concluyen nunca y la forma más idónea de seguir siendo útiles es el orden, la meditación incesante, abrir las puertas de las experiencias vividas, discernir, derivar conclusiones, describir física o espiritualmente los escenarios de nuestra existencia para impedir que el tiempo se detenga, porque, por alguna razón misteriosa, nunca dejaremos de ser testigos y actores.
Me viene a la mente un pasaje estremecedor, por llamarlo así, acaecido entre la realidad y el sueño, que se produjo días atrás. Cierto, tuvo que ver con una de mis novelas, “Las calles enemigas” que, debo decir no sin cierta satisfacción que una edición sigue a otra y que, más que disminuir con el paso de los días, son cada vez mayores las solicitudes.
Cuando medito en ese libro tropiezo con muchos pasajes que, pese al tiempo transcurrido, han quedado grabados profundamente en mi alma. Recuerdo mi incursión en una calleja marginal de la calle Nicolás de Ovando en la que, ciertamente, viví un episodio tan dramático del que pensé no saldría bien librado.
Cito: “Dejaron atrás la barahúnda inclemente de la Nicolás de Ovando. Penetraron por una callejuela que, a los pocos metros, empezó a constreñirse como si la intención fuera entramparlos o asfixiarlos. Dieron los primeros pasos sobre una superficie áspera e irregular de hormigón. El lugar fue encogiéndose hasta volverse un pasadizo de dos metros de tierra amarilla y roja, apisonada y dura en el centro y blanda y lodosa en los extremos.
En los márgenes se amontonaban ristras de casucha desmigajadas y retorcidas, como si fueran a despeñarse sobre sí mismas en cualquier instante. Observaron, no sin aprensión, la infinidad de desperdicios utilizados en su construcción; herrumbrosos trozos de zinc, desmigajados restos de asbesto cemento, madera, cajas de embalaje, plásticos sostenidos por alambres, sogas, clavos….
Avanzaron un tramo. A un lado se descubrió una hondonada cuyo fondo estaba desbordado de agua inmunda, estancada, de colores indefinidos. Espesa y turbia. El despeñadero estaba atiborrado de miles de fundas plásticas que, por su olor ominoso y descompuesto, probablemente contenían toda clase de desperdicios, basura, heces humanas….”.