MANAGUA, NICARAGUA. Digamos que, en otros tiempos, estos días de Semana Santa en República Dominicana eran excelentes para meditar y reencontrarnos con nosotros mismos.
Reflexionar en nuestra propia existencia, las de todos, así como en nuestra realidad social, sueños y aspiraciones, y pensar en desterrar los aspectos menos estimulantes de nuestro diario vivir.
Una práctica que se ha ido perdiendo en las brumas de la existencia.
Cuando uno examina nuestra cotidianidad no es difícil concluir que nuestra vida interior, el ejercicio de un “examen de conciencia”, la espiritualidad adecuadamente asimilada y practicada han perdido mucho terreno. Somos menos meditativos, observamos y cuidamos menos nuestra condición de seres humanos.
Ahora cuenta más lo inmediato, lo que nos procura una satisfacción de cualquier naturaleza, la banalidad, la estupidez, la ostentación.
Basta con escuchar los “versos” de un buen porcentaje de la horrible música predominante, los atuendos y la presencia de ese tigueraje vociferante e insoportable que son sus intérpretes, la superficialidad de la gran mayoría de los “diálogos” radiales y televisivos, la notoria degradación del “arte”, la ausencia de las buenas costumbres, la generalizada superficialidad, la degradación del habla por el uso y abuso de jergas, un lenguaje pobrísimo y burdo y la masiva presencia de decenas de lugares comunes.
O bastaría con echar una ojeada a las redes sociales, los periódicos, escuchar las personas, el hablar común en todas partes. Lo evidente es que la sociedad humana está en crisis y atraviesa uno de los momentos más delicados de su existencia, cuando más se requiere la hondura de pensamiento, la formalidad, la claridad de ideas y el sentido común para enderezar tantos entuertos.
Sufrimos el acoso en las redes sociales de un nivel de exhibicionismo, irrespeto e indecencia que desborda hasta los extremos más deplorables.
Conductas, lenguaje, proceder de verdad repulsivos son parte del pan nuestro de cada día. Yo me pregunto dónde están los padres, madres y parientes de tantas muchachas de una belleza envidiable que figuran en las pantallas de nuestros celulares y computadoras exhibiendo conductas definitivamente incalificables.
Tengo la impresión de que la sociedad y los seres humanos atravesamos una de nuestras peores crisis de identidad.
A veces uno puede pensar que sufrimos los estragos que, en todos los órdenes, dejó tras de sí la pandemia.
Todos éramos o podíamos ser víctimas de un mal que no reconocía diferencias entre un millonario o un científico y un pordiosero. Esta convicción agredió en lo más profundo nuestra condición humana, nos colocó frente al espejo de la verdad en el que podíamos contemplarnos tal y como somos. Nos debilitó física, espiritual y moralmente.
El esfuerzo individual, transformado en decisión colectiva, puede que sea el único camino idóneo para salvarnos de las muchas amenazas al acecho cuyas consecuencias sencillamente pueden resultar catastróficas para toda la raza humana.