En el camino calculó, por primera vez, que para llegar a su destino tenía que recorrer la misma distancia todos los fines de semana; y ya tiene veinticinco años que viene con el compromiso encima.
Nunca varió la ruta durante ese tiempo. Así que era elemental la conclusión de su cálculo.
La melodía de la canción, a medida que avanzaba por la calle, paso a paso, se iba diluyendo. En un punto dejó de escuchar la bella y cautivadora voz de la mujer que cantaba.
En la avenida, justo en el paso de cebra, hay un hombre inmóvil sentado en una silla de ruedas, a pleno sol. Alcanza a ver un enjambre que cruza con el cambio de las luces del semáforo. Indiferentes le resultaban los pregoneros, el transeúnte que camina despacio, a tres palmos de él. La haitiana aprovecha el disco rojo y se acerca a los vehículos con un lebrillo sobre la cabeza, lleno de guineos maduros; y la chama, ¿qué vende? Chocolates.
El tiempo volátil de la calle no tiene dueño, se invierte se malgasta se evapora se pierde se disfruta se agota y finalmente muere con el último hálito de la noche. Todo lo pensó así, sin pausa, igual como transcurre el tiempo desde que inicia la carrera hacia la vida, sin que se hayan formado los órganos esenciales en el vientre de la mujer, mucho antes de nacer.
No hay nada tan revitalizador para él que emplear parte del sábado en darse un rico y demorado baño con agua caliente y mucha espuma de jabón con olor neutro. Detesta las fragancias florales. Ese momento era simple. Y la simpleza en ese momento pautaba el ritmo de su vida.
El día era vivido de manera espontánea. No había un hábito definido, reglas, agenda. Salvo desayunar, luego del baño. Caminar con el torso desnudo por todo el apartamento. Una caminata en línea recta desde la sala a la habitación principal. Cincuenta rondas, ida y vuelta. Sentía que la rutina era muy eficaz para la digestión rápida.
No tenía el compromiso de darle comida al gato, en la mañana, igual que el vecino.
Porque ya no tenía gato.
Murió de vejez. Se llamaba Eutama; y, lógico, era una gata.
Una lástima. No extraña sus maullidos, que eran esenciales en la noche.
Era feliz, muy feliz, cuando comprendió la secreta e incierta naturaleza de esa felicidad.
La vida tiene un ritmo.
El tiempo pauta el ritmo de cada quien en la vida. Y todo depende. Pero no quiere enrumbar sus pensamientos por esa vía. Quiere, más bien, evaluar qué había hecho con su tiempo y el ritmo que tuvo toda su vida hasta hoy. ¿Por dónde empiezo? La pregunta dejó su mente en blanco durante treinta y tres segundos.
La reflexión no tenía nada que ver con el descuido de las azaleas en el jardín de la casa.
El descuido era imperdonable, pero a él dejó de preocuparle. ¿Desde cuándo? No quiso revivir esos recuerdos; y mejor se concentró en los siete días después del fatídico hecho que le dejó invisible el ramal de los sentimientos.
Un día, cuando se sintió totalmente recuperado, sin lágrimas involuntarias en los ojos, se dio cuenta que el color de la vida, y todos los objetos de su gravitación cotidiana, no tocan una fibra de su alma.
La melodía de la canción, con el trecho recorrido, se borró en el aire.
No había rastro, tampoco, en su memoria.
Ante la losa de mármol gris detuvo sus pasos. Había llegado. Allí colocó las azaleas que en el jardín había cortado para ella. Y empezó la absurda conversación de siempre con su difunta esposa, llena de silencios amargos, rabia, furia, ira y reproches.
El vehículo está defectuoso, le dijo esa noche. Tiene un fallo en los frenos. Además, mira, hay mal tiempo. No valió de nada. Era joven y obstinada; y de todas formas tomó las llaves, dio un portazo cuando salió de la casa y, desafiando los azares del destino, abordó el sedán.