Estudios comparados, nacionales e internacionales, colocan a República Dominicana entre los países con mayor tasa de violencia contra la mujer en la región.
Esta es una categorización nada envidiable para quienes aman y respetan la vida y la de sus semejantes, no sólo por preceptos bíblicos y religiosos, sino, además, porque se supone que la existencia de alguien, debe tener explicación y justificación en la construcción, no en la destrucción.
Un informe publicado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en noviembre del pasado año 2022, cita que, en el año 2021, cuatro mil 473 mujeres fueron asesinadas en América Latina y el Caribe, por razones que se atribuyen al género.
Fue realizado a partir de datos ofrecidos por el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe (OIG), de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
Establece que las mayores tasas de feminicidios en América Latina se registran en Honduras, con 4,6 casos por cada mil mujeres; República Dominicana, con 2,7 casos; El Salvador, con 2,4 casos; Bolivia, con 1,8 casos y Brasil, con 1,7 casos. Son datos que manejan los organismos internacionales y las autoridades locales.
La incidencia de la violencia, agravios y desconsideraciones en contra de la mujer es alarmante. Casi todas estamos en el mismo ofensivo carril, que no discrimina espacios: escuelas, iglesias, centros de trabajo, calles, playas, montañas y llanos, centros de diversión, monasterios; y ni siquiera, lo que constituye una gran lástima, el propio hogar.
Es necesario que la sociedad, en sentido general, tome conciencia de esa violencia, y de cualquier otra que se manifieste en contra de las personas, de los animales y hasta de la naturaleza, porque cualquier agresión que se ponga de manifiesto, debe ser asunto de todos.
Como seres humanos, estamos llamados a construir, a edificar a gestionar procesos que hagan sostenible la prolongación de la vida y la extensión (no extinción) de las especies.
Pero, definitivamente, actuamos en vía contraria y, en la medida en la que transcurre el tiempo, es más notable ese horrendo comportamiento.
Son tiempos en los que la vida resulta un chiste; la agresión, un sonido; el robo, una audacia; la estafa, una habilidad; la extorsión, una cualidad; la corrupción, una virtud; y la violencia, un espectáculo.
Esto provoca que mucha gente se pregunte una y otra vez, ¿cuándo la sociedad cambió en forma tan brusca?, ¿cuándo se invirtieron las cosas de manera tan drástica?, ¿cuándo comenzamos a priorizar el tener, en lugar del ser? Evocamos, entonces, a Eduardo Galeano, quien, además de “haberse caído del mundo y no saber por dónde entrar”, define estos tiempos, en su obra “Patas arriba, la escuela del mundo al revés” (1998):
“El mundo al revés premia al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo. Sus maestros calumnian la naturaleza: la injusticia, dicen, es la ley natural”.
Optimista, como soy, también elogio y quiero estimular a quienes, comprometidos con la vida y sus expresiones, se esfuerzan día a día para construir un mundo mejor y habitable, que los hay de todas las procedencias y edades. ¡Y muchos!
Lo hacen con la acción, no con la declaración; con el ejemplo, no con la intimidación; sin estridencias ni búsquedas de likes (que son los aplausos del momento), fortunas o prestigio social; con la discrecionalidad propia de quien trabaja para ser y aportar, no solo para tener y menos humillar.
Junto a ellos, a los que luchan por la convivencia pacífica, por el crecimiento humano, por el desarrollo social, por la formación, por la consolidación del conocimiento, por la calidad de la vida, el avance de la juventud y el respeto por la vida, ponemos los hombros, conscientes de que hay que contribuir con el cambio. ¡Todavía estamos a tiempo!