Con frecuencia, y casi siempre en horas de la madrugada, descorro las cortinas de la habitación y miro a lo lejos, al horizonte huidizo que, a su vez, parece observarnos con sumo interés.
La naturaleza es siempre una realidad que se manifiesta frente a nuestros ojos en un indescriptible espectáculo de gloria, plenitud, belleza.
En ocasiones llueve con un ímpetu impresionante, el agua corre por los contenes tras golpear las calles adoquinadas, conmoviendo la quietud de los arbustos y los grandes árboles, resaltando un verdor de tantos matices que es ineludible pensar que cada instante de la existencia es, en definitiva, un genuino milagro.
Entonces, el cielo es gris, o blanco, mientras las ráfagas se desplazan en direcciones impredecibles, arrastradas por los ímpetus de una brisa tan enérgica que es casi como una tormenta.
En ocasiones el horizonte se deja poseer, muy despacio, como una amante desbordada por los anhelos y los deseos y la claridad que asciende y se vislumbra desde lejos. Las manifestaciones de la naturaleza en Nicaragua son, definitivamente, maravillosas e impredecibles.
A veces las noches no se manifiestan colmadas de estrellas, sino de una oscuridad profunda apenas estremecida por la tibia caricia de la luna, en ocasiones con una intensidad de oro y en otras con una huidiza incertidumbre, vagamente amparada por nubes blancas y grises, y entonces se muestra con timidez o en todo su maravilloso esplendor.
Es, entonces, cuando se comprende la imprescindible realidad del amor en nuestra existencia que es, así, enigmático e impredecible.
Son muchas las cosas que, en estas horas del principio del día, transitan por nuestra mente. Pienso en el país distante, en sus esperanzas y sus riesgos, en sus calles y escenarios, en la vida que, despacio, fluye incansable, en rostros amables y desbordados de amor o en aquellos que una vez poseyeron algún significado, pero que sencillamente se diluyeron en la nada y a los que nos cuesta recordar en sus ínfimos detalles.
El amor, la amistad, los escenarios, las vivencias, las circunstancias, los ojos y la sonrisa de alguien que el tiempo deshizo en sombras y olvido y ahora nos cuesta tanto rehacer los detalles en los vericuetos de nuestra memoria.
La vida sigue y es tanto lo que queda detrás, como si se contemplara el mar del Caribe un día de intensos aguaceros, y el horizonte es gris y turbulento, pero todo se diluye en la nada, en la ausencia, en los recuerdos que se niegan.
Pienso en una novela que acabo de escribir y que, desde hace ya mucho tiempo, bauticé con el nombre de “Las luces opacas”. Vivencias, personas, hechos, momentos de gran amor y otros tantos de desdén y desprecio, momentos de infinito placer, y luego el olvido y la nada.
Mientras, la vida prosigue con sus preocupaciones, con sus diversas perspectivas, con el compromiso de que el pasado sea solo eso, el pasado, la materia prima para elaborar nuevas historias con las que aleccionamos y nos aleccionamos. Extraño como los sentimientos se diluyen en las penumbras y lo que fue una vez tan importante deja de serlo.
Me miro a mí mismo con los ojos cerrados, caminando por las calles aledañas al Central Park en New York, o por el barrio El Silencio de Caracas, cerca de la Plaza Bolívar, o recorriendo Puerto Rico de un extremo a otro, o en el Palacio de la Pacheca en Madrid, quizás observando la Torre Eiffel, o tomando vino en las alturas del Montmartre parisino recordando a Víctor Hugo, mientras un señor muy anciano con un bandoneón trata de interpretar “Burbujas de amor” de Juan Luis Guerra tras confesarle que soy dominicano.
La vida transcurre en medio de realidades y ensueños, pero todo va quedando atrás y, de no ser por estas letras, todo se volverá humo, amaneceres y atardeceres efímeros, diálogos y rostros, calles, circunstancias y momentos que ya no nos esforzamos por recordar.
La vida transcurre y nosotros con ella. Mirar hacia atrás es volver a vivir los momentos que es bueno y agradable recordar. Todo lo demás queda sepultado en el pasado y el sol que ilumina nuestra mañana tras una noche de lluvia es el recordatorio de que casi todo pasa, pero que hay presencias, recuerdos, diálogos, libros, lugares y personas que serán siempre parte de nuestra eternidad.