Muchos recordamos una melodía de Pablo Milanés titulada “la vida no vale nada”. Esta canción narra la impotencia ante una cultura de la muerte expresada en actos humanos cuyo saldo son pérdidas de vidas que se esfuman como si nada.
Recordamos el clamor de Pablo en cada mujer que muere casi cada día por feminicidio. En los que fallecen por el suicidio, por la delincuencia y por los accidentes de tránsito. Muertes inútiles, no naturales que pudieron prevenirse.
Aunque el pesimismo, la indiferencia o la trivialización ante las muertes causadas por la cizaña del mal puedan hacernos insensibles y perder la capacidad de asombro, el valor de la vida tiene que ser un motor de empuje para luchar para que la existencia de un ser humano no se decida por el abuso, la indolencia y el sin sentido.
La vida sí vale, y mucho. Es lo más preciado que tenemos. Su valor se fundamenta en la dignidad humana, en esa condición de racionalidad y espiritualidad que poseemos. Juan Pablo II nos recordaba que la vida es una realidad sagrada que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor.
Valorar la vida como propiedad de un ser digno implica crear las condiciones para su desarrollo.
Desde esa vertiente, cobran sentido la protección de la maternidad, la supervivencia infantil y la prevención de la violencia en todas sus manifestaciones.
Valorar la vida, implica asegurar a las mujeres la oportunidad de salir de una relación violenta antes de que su pareja las mate.
Valorar la vida es crear programas de atención en salud mental, sobre todo para jóvenes desesperados que perdieron la esperanza y el sentido de la vida, y que ven el suicidio como la única salida a la tragedia existencial en que viven.
En el país, el derecho a la vida, según la Constitución, es inviolable desde la concepción hasta la muerte. Proteger la vida es protegernos a nosotros mismos. Proteger la vida es hacer valer la vida.