Sigue costando mucho en la sociedad dominicana que se respeten las mujeres y se devela cada día la falta de respeto hacia nuestros niños, niñas y jóvenes. Ambas actitudes parten de un sentido machista de la vida donde mujeres, jóvenes y niños se consideran de menos dignidad que un varón adulto. Si integramos la variable racista podríamos establecer una línea de mayor a menor valía, donde en la cúspide estarían los hombres blancos, con dinero y educación, y en la base las jóvenes y niñas negras, pobres y analfabetas. Es la perversa organización del ethos dominicano.
Contra los niños, niñas y jóvenes se descarga toda la violencia de los adultos bajo la excusa de la disciplina, sea en el hogar, en la escuela o en la calle. La mayoría de los adultos se creen con derecho a golpear menores de edad con la justificación de que los están educando. Se les manda a callar la boca, se les humilla, se les manipula, incluso se les viola sexualmente sin el menor rubor. Son considerados menos que humanos y que por tanto se puede hacer con ellos lo que se desee.
Las jóvenes y niñas pobres son explotadas laboralmente en la casa y los varones fuera de ella. Nadie se interesa en sus sentimientos o sus ideas, en la casa están para obedecer, en la escuela para memorizar lo que los maestros les dicen y en los medios de comunicación para actuar como idiotas (según parámetros de los aberrantes programas “infantiles”). Algunas formas de explotación son más sutiles, pero no menos dañinas.
Los gobiernos los ponen a decir discursos en loor del presidente de turno para agradecerle una escuela que se pagó con los impuestos que les drenaron a sus padres. Balaguer en su momento los ponía en fila bajo el sol para que le mendigaran un juguete en los días de Reyes. De colegios católicos y evangélicos han sido sacados jóvenes escolares a marchas y mitines para defender las agendas de dichas organizaciones religiosas. Más de un candidato a político le roba al Estado útiles escolares para repartirlos como limosnas y amaestrar a niños y jóvenes en la sumisión al poder. En común, todas esas prácticas, y otras más, parten del supuesto que los niños únicamente sirven para obedecer a los adultos.
Esta sociedad está hecha para los blancos, varones, adultos, heterosexuales, con dinero y educación. Fuera de ese círculo el resto tiene algún grado de discriminación o desprecio. Mujeres, niños, jóvenes, pobres, analfabetos, haitianos, negros, homosexuales,… El modelo económico, las formas de obtener un buen trabajo o una buena educación, las leyes, los modos sociales, los ideales de autoridad y hasta los medios de comunicación, sostienen esos prejuicios, con disimulo o abierto desprecio.
Los extranjeros blancos y sus descendientes son vistos favorablemente por la sociedad, sean españoles, “gringos”, italianos, suizos y hasta árabes. La nota distintiva es el color de la piel. Negros, mulatos, o mujeres, que han logrado ser reconocidos por esa minoría de hombres blancos adultos como iguales lo han conseguido esforzándose mucho. Algunos han llegado a la patología de intentar blanquear su piel o, en el caso de las mujeres, siendo tan machos como los hombres.
Este diagnóstico de nuestra sociedad es repelido visceralmente por muchos debido a que heredamos la ideología trujillista de que somos un pueblo blanco y católico. Trujillo no fue una cosa, ni la otra, ni la inmensa mayoría de nuestro pueblo puede ser identificada como blanca o cultivadora de los valores del cristianismo. Si no podemos aceptar lo que realmente somos, tampoco podremos cambiarnos para mejor.
Cuando recientemente dos encuestas establecían que el catolicismo representaba la quinta parte de la población, y que nuestros jóvenes en su mayoría favorecían el autoritarismo y la corrupción, muchos negaban la validez de los resultados sin averiguar siquiera la metodología seguida. Salvo que los avestruces sean el mejor referente para enfrentar la realidad, estamos mal y peor aún, ciegos. Únicamente la lucidez, el amor y la razón nos sacará de este averno.