La verdad según cada quien

Vivimos en una época de certezas absolutas, una donde las redes sociales nos impulsan a emitir juicios inmediatos y los debates, lejos de enriquecernos, parecen más bien trincheras donde cada quien defiende su posición como si fuera la única válida.
En medio de tanto ruido, a veces se nos olvida algo esencial: no todos reaccionamos igual ante los mismos hechos, ni vemos la vida desde el mismo lente o interpretamos los valores desde el mismo lugar.
Cada persona es única.
Y esa exclusividad, que tantas veces celebramos con discursos bonitos, es la misma que nos cuesta aceptar en la práctica.
Queremos que el otro piense, actúe y sienta como nosotros.
Nos incomoda cuando alguien responde de forma diferente ante una situación que, desde nuestra lógica, parece tener una sola salida. Pero la vida no es una fórmula matemática; es un cúmulo de experiencias, aprendizajes, heridas y creencias que moldean nuestra forma de estar en el mundo.
Y es allí donde entra el respeto, ese valor que se ha vuelto escaso en tiempos de polarización. Respetar no es estar de acuerdo. Es entender que el libre albedrío no es un cliché religioso ni filosófico, sino una realidad cotidiana que se expresa en las decisiones, opiniones y formas de vivir de cada quien.
Lo que está bien o mal
Nos educaron con ciertas ideas sobre lo que es correcto, sobre lo que está bien o mal. Pero, ¿quién nos dijo que esas ideas son universales? ¿Quién nos aseguró que nuestra visión de la verdad es la única posible? A veces olvidamos que cada persona construye su propia verdad desde su historia, desde sus propias luces y sombras.
No se trata de relativizar todo. Hay valores que deberían ser pilares universales: la justicia, compasión, honestidad. Pero incluso esos se interpretan desde matices diferentes.
Y en vez de invalidar al otro porque no encaja en nuestros moldes, tal vez deberíamos detenernos y preguntarnos: ¿qué hay detrás de su manera de actuar?, ¿qué heridas o vivencias lo hacen reaccionar así?
Nuestros grandes retos
Aceptar la diversidad no sólo de piel, género o cultura, sino también de pensamiento, es uno de los grandes retos de nuestra generación.
Porque en esa aceptación está la verdadera evolución humana: no en la imposición, sino en la comprensión.
Desde mi escritorio, sigo apostando por esa mirada más humana, más empática, más abierta. Porque al final, cada quien tiene su verdad.
Y aunque no se parezca a la nuestra, eso no la hace menos válida.
Es momento de recordar que ‘escuchar sin prejuicios también es un acto de amor’. Lo repito con convicción: ‘Aceptar la diferencia es el primer paso para construir puentes, no muros’.