En las décadas de los 60 y 70, América Latina fue escenario de una efervescencia revolucionaria que marcó a generaciones enteras.
Inspirados por la Revolución cubana, los movimientos de izquierda surgieron en casi todos los países de la región, no necesariamente con el objetivo de imitar el modelo castrista, pero sí con la promesa de un cambio profundo.
El fin de la pobreza, la igualdad social y el respeto a los derechos humanos eran los pilares de esta lucha, y quienes crecimos en ese contexto fuimos seducidos por la idea de un futuro mejor.
Los movimientos de izquierda de esa época no solo pregonaban justicia social, sino también un compromiso inquebrantable con la libertad y el respeto a las ideas.
La lucha contra las dictaduras represivas de derecha no sólo era una cuestión política, sino una exigencia moral. Los regímenes que encarcelaban a sus opositores y reprimían a sus pueblos eran el enemigo claro.
Aquellos jóvenes que se sumaron a estas causas lo hicieron motivados por ideales nobles: construir una sociedad más justa, donde la democracia y los derechos humanos fueran una realidad, no sólo una aspiración.
Sin embargo, al pasar de los años, es inevitable la reflexión sobre lo que ha ocurrido con esa izquierda que tanto defendía los principios de libertad y justicia. ¿Qué pasó con aquellos ideales? ¿Cómo es posible que hoy, figuras como Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua representen lo opuesto a lo que se pregonaba en esos tiempos?
Lo que observamos en la actualidad es una traición abierta a esos ideales que alguna vez nos movilizaron. Lejos de construir sociedades libres y justas, esos gobiernos autodenominados de izquierda han instaurado regímenes autoritarios y represivos, socavando precisamente las libertades que en el pasado demandaban.
Los gobiernos de Nicolás Maduro y Daniel Ortega son claros ejemplos de esta desviación. Ambos líderes llegaron al poder como representantes de la izquierda, con discursos que prometían defender a los pobres y dar voz a los oprimidos.
No obstante, en la práctica, han construido regímenes donde la represión es la norma. Maduro, en Venezuela, ha instaurado una dictadura disfrazada de democracia, donde la persecución de la oposición y la represión de las protestas son cotidianas.
El sistema electoral, manipulado y cuestionado, se utiliza para legitimar su permanencia en el poder, mientras que el pueblo sufre las consecuencias de una crisis humanitaria sin precedentes.
Daniel Ortega, quien en los años 80 era un símbolo de resistencia contra la dictadura de Somoza en Nicaragua, ha replicado las mismas prácticas de represión y control que en su momento combatió.
Ortega ha perseguido a la oposición, encarcelado a líderes políticos y ha aplastado cualquier manifestación de disidencia.
La represión brutal de las protestas de 2018, que resultó en la muerte de cientos de manifestantes, es sólo uno de los episodios más oscuros de su gobierno.
Ambos líderes han usado el aparato del Estado para aplastar la libertad de expresión, controlar los medios de comunicación y sofocar cualquier atisbo de oposición.
Esta es una ironía trágica, si recordamos que en el pasado, la izquierda demandaba precisamente libertad para los presos políticos y respeto a los derechos humanos.
Lo más alarmante no es sólo el comportamiento represivo de estos gobiernos, sino el hecho de que sectores de la izquierda de la región y del mundo justifican estas acciones.
Quienes alguna vez se levantaron contra las dictaduras de derecha ahora guardan silencio, o peor aún, justifican los abusos de Maduro y Ortega en nombre de la soberanía o el antiimperialismo.
Esta justificación es una traición no sólo a los principios de la izquierda, sino a las luchas históricas por la libertad. ¿Cómo es posible que quienes una vez exigieron libertad para los presos políticos ahora justifiquen el encarcelamiento de opositores? ¿Cómo pueden defender la represión cuando en el pasado demandaban el cese de la misma?
Esta doble moral invalida a gran parte de la izquierda como una opción legítima de poder en América Latina. Al tolerar y defender a dos auténticos represores, se convierten en cómplices de prácticas antidemocráticas.