Hace tiempo estoy convencido de que una de las desventajas de la democracia constitucional frente a otras formas de gobierno es que se presta poco a la satisfacción de nuestros impulsos primarios.
Es una forma de organizar la sociedad que requiere de una base cultural y social, y de una estructura institucional que quitan peso a nuestros instintos, incluso cuando procura satisfacerlos.
No en vano, la principal razón por la que el populismo es una amenaza constante para las democracias constitucionales es que estas no tienen una respuesta fácil a la estética de la épica que ofrece el primero.
A su manera, las democracias son grises: la necesidad de construir mayorías lleva a soluciones con las que nadie está completamente de acuerdo, la periodicidad de las elecciones hace muy difícil que perseveren en un rumbo por muchos años, su sentido de la justicia pasa por el filtro de leyes que a veces no ofrecen soluciones claras. Requieren paciencia, mucha paciencia.
A pesar de ello, es el sistema de gobierno que mejor permite integrar los intereses y opiniones de todos los miembros de la sociedad. Pero esto sucede a la sombra de un peligro omnipresente: que los ciudadanos olviden que los grises de la democracia son, en realidad, sus puntos luminosos.
De ahí que, si bien es cierto que los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de velar por el buen comportamiento de los funcionarios y las instituciones, la necesidad más inmediata es la de velar por la corrección propia.
Convertir procesos institucionales en un medio para descargar nuestras pasiones es, en el mejor de los casos, un error.
Y muy grave. Se puede tener una opinión sobre esos procesos, y es un derecho criticar a las instituciones cuando los resultados no nos parecen buenos. Pero de ahí a convertir la satisfacción de nuestras expectativas en la prueba de fuego del sistema completo hay un gran trecho.
Con ello desvirtuamos a los procesos y a los actores, eliminando cualquier posibilidad de que sirvan para mejorar nuestra vida institucional. Debemos siempre tener cuidado de no confundir la furia con la virtud ciudadana. Es mucho lo que nos jugamos con ello.