La sociedad de las mascaras

La sociedad de las mascaras

La sociedad de las mascaras

Roberto Marcallé Abreu

Para quien considera la franqueza y la transparencia una forma de vida, es doloroso y desconcertante descubrir comportamientos en los que resulta habitual el uso de máscaras para ocultar los rostros y, de seguro, la oscuridad de las intenciones.

¿En qué sociedad vivimos? Años atrás, mientras me desempeñaba como editor de la edición estadounidense del periódico El Nacional y en conversaciones en las que manifestaba el insoslayable anhelo de muchas personas de vivir de forma transparente, un visitante consuetudinario me miró a los ojos con sorpresa tras lo cual sentenció: “Esas son palabras peligrosas”.

“Si esa es tu elección, la franqueza, la claridad, has escogido el peor de los caminos”, dijo. “En la generalidad de los círculos en que las personas se desenvuelven, lo usual es acarrear, bien ocultas, decenas de máscaras para su uso oportuno y en armonía con las circunstancias. Vivimos en una fiesta de carnaval. A cada quién le muestras el rostro eficaz y favorable”.

Pienso que en el oficio de escritor es fundamental conocer aquella “condición humana” de la que nos habla el filósofo y novelista André Malraux. “El lector va a asistir a una trama convulsa que no le dejará indiferente, porque en ella se describe con minuciosidad todo el poder de los pensamientos humanos llevados hasta sus últimas consecuencias”, es un criterio sobre el autor.

Uno cierra los ojos y se traslada en el tiempo. La franqueza, la sinceridad, la pureza de los sentimientos, la verdad, eran actitudes bastante extendidas, aunque no excepcionales. Solo que el mal, la mentira, la hipocresía, la ambivalencia, siempre han estado al acecho cuando no han sido predominantes.

Artificios de lo demoníaco con el propósito de ejecutar maldades y hacer todo el daño posible.

Gente degradada y perversa se nos aproxima con un lenguaje grato y rostro angelical. Pasamos por alto que Lucifer era el más bello de los ángeles.

Días atrás, escuchamos con asombro las palabras de un exgobernante en desgracia afirmando que la organización política que lo auspició aspira a “superar los errores del pasado”, y “renovarse para dar la batalla en el 2024”. “No hablamos de refundación sino de volver a lo mejor de nuestros orígenes”, al “partido moderno, ágil, efectivo y profesional” dijo, alegremente. Inconcebible. ¿Después de los peores ocho años de ejercicio de toda nuestra historia?

Bastaría, entonces, con cerrar los ojos nueva vez y pensar que, tras el escenario de ciudades pobladas de edificaciones verticales, centros comerciales y unas cuantas avenidas, mientras se oculta un país en estado de desastre, debemos calificar como encomiable este burdo ejercicio de enriquecimiento y simulación. Idénticas máscaras para ocultar la verdad y manipular la opinión pública.

Alcanzo a ver en la bruma del atardecer a esa mujer de dulce mirada y bella sonrisa, la doctora Geraldini Lantigua, recientemente fallecida en enigmáticas circunstancias.
“No es la primera vez que alrededor de la vida de los médicos en formación estallan escándalos”, nos confiesa Altagracia Ortiz “Alrededor de las residencias médicas existe toda una historia de abusos, sobre explotación de horas laborales y horarios excesivos en servicios diurnos y nocturnos a que están expuestos como un castigo estos jóvenes profesionales”, prosigue.

Esta sociedad ha sido gravemente dañada y pervertida en su esencia misma. Pero todavía, y a consecuencia de un ejercicio de difícil tolerancia, hay quienes creen que pueden pasar de contrabando o disfrazar sus terribles maldades, sus incontables hechos pecaminosos. Rostros y sonrisas que disfrazan las puertas del infierno: hipocresía, mentiras, simulación, ambivalencia, crueldad.

Las personas ya los conocen. Han aprendido a distinguir la verdad de la mentira. Por eso, aspirar a una actitud transparente en la convivencia social tal y como se está procurando hacer, es un imperativo. Amor, nobleza, generosidad, bondad: tal es el camino.



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