Como sucede cada cierto tiempo, ha vuelto al tapete el tema de las dificultades de nuestra democracia para llevarnos a ser un país con una institucionalidad de primera línea.
La argumentación de quienes platean estas dificultades es conocido: nos encontramos en una dictadura.
Las comparaciones con el trujillismo saltan de boca en boca –y de teclado en teclado- e incluso quienes reivindican a Joaquín Balaguer se rasgan las vestiduras.
No es la primera vez ni el único contexto en que esto sucede. No hay que olvidar que durante el gobierno de Hipólito Mejía, cuando el PRD (hoy PRM) dominaba el Ejecutivo, el Congreso y los ayuntamientos, también hubo quien advirtió de que nos avecinábamos a una dictadura.
Esto se repitió cuando el descalabro electoral del PRD permitió al hoy gobernante PLD llenar el vacío de poder. Y continúa hoy, cuando por momentos crece la intensidad de una lucha política que no está claramente definida por las líneas partidarias.
Hablar de dictadura es, por tanto, un fenómeno recurrente cada vez que el péndulo electoral cambia la fortuna política de los partidos. Se trata, entonces, del resultado de nuestra imperfecta dinámica democrática y no de un designio dictatorial.
De hecho, anunciar una dictadura que nunca llega nos impide identificar y analizar adecuadamente los problemas de nuestra democracia.
Oculta que nuestra práctica social y política en todos los ámbitos y niveles es autoritaria. Oculta que nuestro sistema político no es efectivo encauzando los conflictos y que se limita a crear relaciones de poder desequilibradas entre los actores políticos.
Oculta que es un problema estructural que no desaparecerá con el cambio de actores, sino que deben atenderse muchas cosas a la vez, incluyendo las reglas fundamentales de juego.
Por ejemplo, la concentración del poder estatal es inevitable mientras se mantenga la configuración actual del Senado, que permite que una exigua mayoría de votos sea recompensada con una mayoría aplastante en esta cámara.
Esto pasó en cinco elecciones consecutivas entre 1998 y 2016. Tampoco será fácil evitarla mientras la presencia del procurador general de la República otorgue a los partidos gobernantes, en la práctica, capacidad de veto en el Consejo Nacional de la Magistratura.
Ni mientras el Consejo del Poder Judicial sea un órgano cerrado en el que las altas instancias de la judicatura tienen una representación desproporcionada.
A todos estos obstáculos debemos sumar que la creciente concentración del poder en manos del Presidente es un problema común a casi todos los sistemas presidencialistas.
Quizás es por ahí por donde debamos empezar.
En todo caso, la solución de las deficiencias de nuestra democracia pasa por identificarlas adecuadamente. Atribuirles una naturaleza que no tienen nos impide reconocerlas, discutirlas, analizarlas y, finalmente, corregirlas.