A raíz de las reformas de 2001 en República Dominicana, el financiamiento a la salud se ha convertido en un negocio extraordinario, mientras la población sufre cada vez más precariedades.
Primero, porque es un modelo centrado en la enfermedad y no en la salud, pues cada vez se invierte menos en promoción, prevención y en condiciones de vida digna y saludable para la población.
Los inversionistas privados, junto con la clase política, se dieron cuenta de que el verdadero negocio está en que la gente se enferme y vaya a curarse, y no en que esté sana, y hacer de la atención una mercancía en lugar de un derecho. Esto es, en esencia, corrupción legalizada.
Segundo, porque saquea al país. Actualmente se gasta en salud un 5.8 % del PIB anual, pero de este monto el Gobierno aporta solo el 1.4 %, en tanto los seguros y el gasto directo de los hogares ya representan la mayor parte.
Producto de esto, los centros públicos se deterioran más y más, en tanto las ARS privadas –a las cuales los trabajadores y empleadores están obligados a cotizar mensualmente- han manejado en diez años más de 168 mil millones de pesos, y se han apropiado de más de 24 mil millones (unos 519 millones de dólares), que dejan de ser invertidos en la salud de la población. Son entidades sumamente ineficientes y onerosas para el país.
Por su lado, las ARS públicas, tanto en el régimen contributivo como en el subsidiado, también transfieren cada vez más recursos a los centros privados de atención, con lo que se ha ido agravando un círculo vicioso que lleva a la crisis de todo el sistema público de salud.
Tercero, porque es clasista.
El modelo de salud y protección social basado en el aseguramiento, esencialmente neoliberal, desfinancia al sector público y lo relega a un papel residual y caritativo, con recursos cada vez más bajos que lo ponen al borde del colapso.
La población recibe atención de salud según el tipo de seguro que tenga y el dinero que pueda pagar, es decir una salud rica para ricos y una salud pobre para pobres. Esto es injusto y violatorio de la Constitución.
Es necesario llamar al país a un debate objetivo y franco, que no priorice los negocios en la salud, sino el disfrute de los derechos fundamentales consagrados en la Constitución y en los pactos internacionales.
El actual modelo no se puede arreglar por más reformas que se le hagan: el mal está en sus esencias, tal como se ve en Estados Unidos, Chile o Colombia.
Necesitamos que los impuestos que pagamos financien un sistema público y democrático, que sea transparente, digno y confiable, que dé garantías de calidad a todos.
Claro que las aseguradoras y las clínicas privadas pueden seguir existiendo, pero como una opción voluntaria, no como una necesidad y menos como una obligación legal.
En próximas entregas ahondaremos en los detalles de esa dura realidad que estamos llamados a transformar.