Jesús, Dios hecho hombre, confirmó su deidad con su resurrección.
El hombre por el cual nosotros conmemoramos la Semana Santa, que es más aprovechada para vacacionar que para recordarle y adorarle, hubiese sido un líder o un profeta más si no fuera por la victoria que logró sobre la muerte, al volver a la vida al tercer día de haber sido crucificado por autoproclamarse hijo de Dios.
Sin la resurrección la fe cristiana no tendría sentido, puesto que esto pasó a ser una confirmación más de que Jesús es el mismo mesías que había predicho el profeta Isaías alrededor de 750 años antes de su nacimiento.
“Pero el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir, y, como él ofreció su vida en expiación, verá su descendencia y prolongará sus días, y llevará a cabo la voluntad del Señor. Después de su sufrimiento, verá la luz y quedará satisfecho…”, Isaías 58:10-11.
Como estas, en el Antiguo Testamento (que se completó 450 a. C.) hay cerca de 300 profecías sobre el mesías que se cumplieron en Jesús, dejando una evidencia irrefutable de su deidad.
Éstas aparecen en la Septuaginta, la traducción griega de las escrituras Hebreas, que se completó en el reinado de Tolomeo Filadelfo 250 a. C, lo cual basta para indicar que el Jesús que recordamos hoy es el hijo de Dios.
Lo contrario sería pensar que las profecías cumplidas en él fueron coincidencia, pero hasta ahora no hay nadie vivo ni muerto en el que se hayan cumplido ni la mitad de estas.