El tema de la reforma constitucional ha sido de gran interés para mí desde hace décadas, porque creo que es el punto de encuentro por excelencia entre lo jurídico y lo político.
Esto hace de la reforma una institución trascendental, pero a la vez muy controversial en la teoría del Derecho Constitucional.
Por ejemplo, uno de los principales debates gira en torno a su necesidad. Mientras que para algunos debe evitarse a toda costa, para otros -entre los que me incluyo- la reforma constitucional es un espacio de debate político y democrático, que no se produce porque haya “necesidad”, sino porque existe un acuerdo social para ello.
En nuestro ordenamiento constitucional, ese acuerdo se manifiesta en el voto súper mayoritario requerido para la reforma.
Es decir, una propuesta de reforma constitucional no es buena o mala en sí misma. Debe ser evaluada de acuerdo con su contenido.
Esto viene al caso por la propuesta que el Poder Ejecutivo ha depositado en el Consejo Económico y Social (CES). Lejos de celebrarla o rechazarla, lo que procede es verificar sus méritos y deméritos.
Estamos en la obligación de examinarla y discutirla con la profundidad que amerita.
Tomando en cuenta que, una vez reunida, la Asamblea Revisora tiene la libertad de tomar las decisiones que entienda más convenientes, es importante que esa reunión no se produzca en un vacío de debate ciudadano.
Examinemos las propuestas y sus posibles consecuencias institucionales, tanto las previstas como las no previstas.
En las próximas semanas, y quizás meses, estaremos discutiendo cuáles son las virtudes y defectos de lo planteado.
Y en esto debemos participar todos. Porque peor que una Constitución reformada frecuentemente es una Constitución cuyos ciudadanos no reconocen como propia.