El triunfo de Javier Milei en Argentina no es sólo propio, sino de una forma de hacer política y opinión pública en auge en todo el mundo.
Se trata de una aproximación al debate público marcada por la agresividad, la chulería y las bravuconadas. Su momento de esplendor coincide con el apogeo y degradación de las redes sociales, que se han convertido –o quizás siempre lo fueron– en ambientes hostiles al intercambio de ideas en los que florece la impertinencia, la obcecación y la ignorancia orgullosa.
No quiere decir esto que en el fondo Milei vaya a seguir las formas, de hecho, ya va dando señales de ligera moderación, ni tampoco –Dios lo sabe– que esta manera de intervenir en el debate público sea propia únicamente de la derecha. Pero lo cierto es que, en democracia, las formas del debate son casi tan importantes como el fondo.
Tal y como señalaba Carlos Santiago Nino, la democracia tiene un componente dialógico sin el cual se convierte en competencia descarnada por formar mayorías que legitimen un poder omnímodo.
Cuando ese tejido deliberativo se daña, entonces se dificulta enormemente la gestión de los conflictos sociales en el contexto de la democracia.
Y es obvio, porque, aunque no hay obligación de respetar las opiniones ajenas, sí la hay de respetar al interlocutor, que para el sistema democrático tiene igual valor que usted. Y no se trata solamente de que el respeto mutuo es necesario para poder entendernos.
También es que cuando se acumula poder, aplausos y adhesiones cabalgando un discurso extremista y desconsiderado, abandonarlo puede significar la pérdida de los apoyos recabados y, por tanto, la pérdida de todo lo logrado. El incentivo para convertir en realidad ese discurso, muchas veces a cualquier precio, es casi irresistible.
Esto no se ve sólo en política o en la opinión pública y publicitada, también afecta la vida institucional. Se supone que las burocracias son un elemento estabilizador de los Estados.
La carrera de los funcionarios públicos, en todo el sentido, ayuda a mantener cierta constancia frente a los cambios políticos. Pero cuando el ejercicio de estas funciones públicas sigue la misma lógica por la que hoy va el discurso político, la sepsis alcanza a lo más profundo del Estado y el ejercicio del poder.
Por todo lo anterior, es necesario rechazar este tipo de hacer política. Nos jugamos mucho.