Una de las noticias más importantes de los últimos días de 2018 fue la ejecución, boca abajo, en el piso y desarmado, de un recluso que había escapado de la cárcel de Nagua. La protagonista, como suele suceder en estos casos, es la Policía Nacional. Las imágenes de esta ejecución captadas en videos, que circulan en las redes sociales, han reabierto el debate sobre la brutalidad policial.
Aunque algunos intentaron justificar el hecho alegando que el reo prófugo estaba armado, lo cierto es que de las imágenes queda meridianamente claro que estaba reducido y ya no representaba ningún peligro para los agentes, por lo que no había necesidad alguna de darle muerte.
Pero se hizo, y se hace. A pesar de las reformas legislativas, la Policía Nacional aun no abandona la cultura autoritaria que impulsó su surgimiento. La violencia es vista como una salida práctica y aceptable en todas las circunstancias. Eso es un problema y lo será siempre, porque el papel de la Policía es lidiar directamente con los ciudadanos. Una cultura institucional que valida las ejecuciones extrajudiciales degenerará siempre en maltrato a los ciudadanos y provocará una desconfianza que, a su vez, constituirá un obstáculo permanente a la buscada seguridad ciudadana .
Tantos años de fracasar en el mismo intento debe dejarnos alguna lección. La mano dura no funciona y lo “ganado” con un acto de brutalidad se pierde multiplicado en legitimidad. La Policía debe ser uno de los proyectos nacionales a asumir. No cambiará de repente, pero debe empezar ya. El esfuerzo para lograrlo requiere de muchas cosas, entre ellas mejorar sustancialmente las condiciones de trabajo y de vida de los policías dominicanos. Lo que no puede ser es que la carta de presentación de la fuerza del orden ciudadano siga siendo los actos de brutalidad.