En ocasión de la llegada del año 2016, declarado por el papa Francisco como Año de la Misericordia, el Episcopado Dominicano emitió el día 21 del mes pasado una Carta Pastoral en la que invita a la feligresía a la práctica de la compasión en beneficio del prójimo y denuncia algunas de las principales falencias que afectan actualmente a la sociedad dominicana.
Interpretándola con razonable amplitud, la Carta condena, con razón, situaciones deshonrosas y dañosas como la corrupción, la criminalidad, la pobreza, la inseguridad, etc..
Y exhorta, también con razón, a dar ayuda al necesitado, a dar de comer al hambriento, a dar techo al desamparado, a vestir al desnudo, a acoger al forastero, a visitar a los enfermos y a los presos, a enseñar al que no sabe, a corregir a quien yerra, a aconsejar a quien lo necesite, a consolar al triste, a perdonar a quien ofenda, a acoger al hermano equivocado, etc.
Se trata de una carta bastante enunciativa y carente, en apariencia, de desperdicios, pero en la que, sin embargo, brillan, por el trato escaso o nulo que se les concede, dos asuntos de capital importancia, a saber:
A) La homosexualidad, que es anomalía alimentada por un hedonismo paroxismal, implícitamente pecaminoso y que atenta de modo severo contra la salud y contra los valores culturales y espirituales del pueblo dominicano dado el auge que sus poderosos practicantes buscan imprimirle. De este mal prácticamente no se habla en la Pastoral. Y ello es omisión extraña, porque tratándose de una desviación de los instintos sexuales comporta perversión y, como tal, termina en corrupción, y
B) La inmigración ilegal, que es una realidad desnaturalizante que atenta contra las esencias nacionales. Se trata de una situación a la que ha sido sometido el país y que ahora quiere ser justificada al influjo de una interpretación simplista, sofística y tergiversadora de la misericordia de Dios, olvidando que los ilegales no han llegado aquí fugitivos de la barbarie ni huyendo de guerra alguna, sino que han sido puestos en desbandada por las élites de su propio país las cuales ni siquiera han sabido dotarles de documentos de identificación. Es fama que dichas élites les inducen al destierro. Sus razones tendrán.
Pero lo que más preocupa de la Pastoral es que los miembros del Episcopado, al atender un llamado que, según ellos, les hiciera el Papa para que concedan atención especial a los inmigrantes provenientes de Haití y ayuden a estos a integrarse en la sociedad, pretendan ignorar los riesgos que ello comporta.
Está bien que los pastores no sean insubordinados, pero ¿qué sabe el Papa de las implicaciones de un desliz como el que él sugiere?, ¿sabe siquiera que en nuestro caso su llamado es un desliz?, ¿cuáles vivencias ha tenido él que permitan pensar que tiene clara noción del problema?, ¿qué tanto conoce él a estos pueblos tan decididamente diferentes?
Sin embargo, llegados a un punto, nuestros pastores no podrían alegar ignorancia porque saben perfectamente que esos inmigrantes son radicalmente distintos al pueblo dominicano, que su idioma, su religión, sus costumbres, su salubridad, su higiene, su ingesta, su cultura, su educación, su mentalidad, su sistema aspiracional, sin hablar de sus rasgos psico-étnicos, constituyen en conjunto una barrera asaz difícil de franquear por lo que su integración a la sociedad dominicana no sería tarea fácil como sueña el Papa.
No obstante todo, ojalá la Pastoral se traduzca en un abrazo.