Corría la década de los años 20 del siglo pasado, tiempo en que la palabra de honor valía tanto para la vida como para la muerte. Fue entonces cuando un joven que más tarde sería mi padre, acudió a su padre para pedirle un gran favor. Le relató el caso de una amiga que padecía una terrible enfermedad incurable que llevaba el nombre de tisis (ahora curable y con el nombre de tuberculosis).
Dicha joven requería salir de la ciudad para alejarse de los elementos nocivos para su precaria salud, aunque estos eran irremediables y evidentes signos de una ciudad en plena ebullición económica y comercial.
Tras la respuesta afirmativa del abuelo para conceder la petición del hijo, la chica fue trasladada a una parcela en las afueras de San Pedro de Macorís. Allí, en una humilde vivienda campestre se instaló la tísica con su persistente tos, con sus crisis inesperadas y agoreras de la muerte, su aliento contagioso, pero siempre en compañía de una señora que atendería sus más mínimas necesidades.
Atrás quedaban los penetrantes olores de crocantes frituras en los fogones encendidos, de la polvareda levantada por los caballos que halaban los “quitrines” sobre calles de tierra apisonada, como también se alejaban del bullicio característico de cualquier ciudad.
Pasaron los años. Murió mi abuelo. Murió mi padre a temprana edad. Todo lo concerniente al caso de la joven tísica pasó al olvido. No había una sola prueba de la propiedad prestada con tanta magnanimidad. Que no nos sorprenda sin embargo este relato, puesto que tales situaciones ocurrían con frecuencia en aquellos tiempos en que imperaban la confianza, la nobleza y la dignidad.
Más adelante, unos diez años atrás, durante el vuelo de regreso de uno de mis frecuentes viajes al exterior en asuntos de trabajo, recibí una inesperada sorpresa.
A mi lado se sentó una señora de pelo gris muy parlanchina para mi agrado, y entre amenas conversaciones sobre el San Pedro de Macorís de antaño, al pronunciar mi nombre de pronto surgió el tema de la parcela en cuestión.
Resulta que ella conocía con lujo de detalles los problemas que causaba la familia de la fallecida tísica, que con alevosía reclamaba la propiedad que por benevolencia había usufructuado durante tantos años.
Pues debo decir que sólo ahora en pleno siglo XXI, y luego de múltiples litigios con los privilegiados parientes de aquella joven, los nietos del buenazo de don Gavino hemos podido legalizar la propiedad de aquel pedazo de tierra tan codiciado. ¡Cosas veredes!