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La magia artística de Ramón Lacay Polanco

Danilo Arzeno Por Danilo Arzeno

Stefan Zweig fue el escritor que más impactó en mí cuando empecé a leer con la finalidad de ensanchar el estrecho mundo cultural de un muchacho pueblerino. Primero Amok.

Y luego, todas las demás.

Sus obras biográficas son insuperables. Su narrativa excelente. Yo amé la revolución francesa y a Francia tanto o más que cualquier otro joven soñador de mi época por la labor investigativa y literaria de Stefan Zweig.

Pero un día, mi amigo Ramón Lacay Polanco me dedicó su novela corta “El extraño caso de Camelia Torres” y en cuanto empecé a leerla sentí en su narrativa una sublimidad y una atracción muy superior a la sentida con las obras de del famoso escritor austriaco.

A pesar del tiempo transcurrido la conservo aun como uno de los regalos más valiosos de mi existencia. Hablo de ella con entusiasmo desbordante pero NO la presto por temor a perderla en las manos de otro amante de esas obras excepcionales y únicas.

No pretendo ni puedo minimizar a Stefan Zweig que con su prolífica bibliografía le ha regalado a la humanidad uno de los tesoros culturales más valiosos. Pero yo no cambio la magia artística y la pureza del dominicano Ramón

Lacay Polanco por la magia y la pureza del eximio escritor universal. Hace un tiempo, y gracias a José Rafael Lantigua, uno de los jóvenes intelectuales más sólidos y prominentes de nuestro país, leí de Lacay Polanco “La Mujer de Agua”, y ahí también se crece y alcanza la dimensión de los grandes maestros. José Rafael Lantigua la cataloga como “una de las más hermosas y brillantes narraciones de la literatura dominicana, como un verdadero poema”.
Lacay Polanco era un romántico puro, auténtico, que sólo escribía por invitación de las musas o por el sublime amor de una mujer.

Por tal razón su producción literaria es cuantitativamente limitada y no hace honor a su extraordinario talento y capacidad.

En diversas ocasiones compartimos en mi hogar algunas copas. Yo disfrutaba de su presencia porque me distinguía y me trataba con respeto y consideración. El hablaba. Yo escuchaba. El era el maestro. Yo un amante de la cultura y la belleza.

Cuando se motivaba hablaba masticando cada una de sus palabras, ponía el alma en los labios al decir un poema propio o ajeno y vibraba de emoción como un joven enamorado al sentir resbalando por su piel las manos perfumadas de la amada.

Ramón Lacay Polanco no ha muerto, viajó a otras latitudes acongojado por el triste final de “Camelia Torres” y profundamente conmovido porque “la mujer de agua, rodó como una lágrima y se disolvió sobre la mejilla marmórea de una estatua”.

 

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