Apesar de los tropiezos, la República Dominicana ha avanzado significativamente en las últimas décadas. Casi cualquier indicador muestra que, aunque distamos de ser la sociedad que queremos, hemos caminado un trecho importante en esa dirección.
Al decir esto no pretendo negar la magnitud de los retos que tenemos por delante, sino señalar el lugar en el que estamos.
Sin embargo, existe un ámbito en el que sí siento que si no retrocedemos, nos mantenemos injustificadamente atascados: la capacidad de debatir ideas.
La polarización que vive la sociedad dominicana tiene como consecuencia el atrincheramiento de las posiciones y, por ende, el convencimiento de que quienes piensan distinto hablan también desde sus propias trincheras.
Así las cosas, en lugar de debatir los temas para llegar a acuerdos, nos declaramos la guerra mutua. Lo único que parece importar es quién será el último en quedar de pie. Nada más.
Esto vale lo mismo para el conservadurismo que para el progresismo y el centrismo. “Todo o nada”, parece ser el lema que hace imposible avanzar en nuestra democracia.
Mientras tanto, la realidad no espera a nadie y los conflictos siguen ahí, irresueltos. Como nadie cede, lo único que avanza son los peligros que se ciernen sobre los logros alcanzados.
El atractivo del extremismo es comprensible. Permite al extremista convencerse no sólo de tener razón, sino también de tener toda la razón y la única razón posible.
El extremista es, a sus propios ojos, poseedor de una comprensión, entendimiento y compromiso ajenos al común de los mortales.
Pero no es nada de esto: es sólo una persona incapaz de entender que, en una democracia, es imprescindible equilibrar la lealtad a los demás con la lealtad a las convicciones personales.
Este estado de cosas no puede continuar. Nuestros avances dependen de la salud de nuestra comunidad. Y esta, a su vez, depende de nuestra capacidad de dialogar.
No hay soluciones perfectas ni puras, las hay colectivas y prácticas. Es hora de que lo vayamos aceptando.