Mi casa queda a menos de tres cuadras del destacamento de la Policía de la Zona Colonial, y con el robo que me hicieron el pasado martes, van seis veces que me llevan los espejos retrovisores de mi vehículo.
Todos esos robos cometidos a través del tiempo han ocurrido con el vehículo parqueado frente a casa, a plena luz del día. No van siete veces porque hace poco mi esposa desde el balcón pudo ver cuando un sujeto desmontaba uno de los espejos, lanzó una voz y el maleante salió huyendo.
En varias ocasiones puse la querella correspondiente. En una oportunidad le envié una carta al ministro de Interior y Policía, Franklin Almeyda en ese entonces, y como siempre lo ha hecho conmigo, me dedicó atención personalmente. Hasta encargó a una oficial policial de mi caso, pero la situación siguió sin remedio.
Debo ser justo y reconocer que las autoridades de la zona lucen trabajadoras y activas. Cuando se transitan las calles principales se nota la vigilancia.
Conozco personalmente al coronel Sosa, de la Policía Turística, y además de la decencia que lo distingue, debo decir en su favor que me luce un oficial laborioso, cercano a la gente, comprometido con su deber.
Veo la circulación policial en la zona, pero no entiendo cómo, con frecuencia, a la cuadra en que resido, vengan los ladrones y con el sol a mediodía desvalijen los vehículos. Hace unos meses, a uno de mis vecinos le robaron la batería de su camioneta y lo único que le quedó fue ocuparse buenamente, todas las noches, como quien cumple una penitencia, de quitarle la batería que compró después del robo, amanecer con ella en la casa y reinstalarla a la mañana siguiente.
Conste que no fui yo el único afectado por el robo del martes pasado. A un vecino de la misma cuadra los pillos también le dejaron el carro sin espejos. Cuento la historia sin esperanza de solución. Como un simple desahogo. Pero sépase que todo esto resulta muy angustioso. La palabra seguridad que tanto invocan las autoridades a uno le sabe a vinagre.
No es cuestión de percepción, sino de realidad cruda y aplastante. Uno se siente burlado, impotente, inseguro en su persona y en sus bienes, y sobre todo, sin saber a fin de cuentas, quién podrá defendernos, como dijo el Chapulín.