Lejos de ser sólo lluvia de pétalos de rosa, la vida en sociedades democráticas tiene espinas que muchos no soportan.
más importante de ellas es que, por lo menos en su concepción contemporánea, la democracia es plural.
Es decir, no está compuesta de personas con las mismas características, ideas, opiniones o cualidades. Por el contrario, la variedad es su esencia misma. Si todos pensáramos igual o fuéramos iguales, la democracia no tendría sentido porque no habría nada sustancial que discutir o distinguir.
Pero esta variedad no sólo existe, sino que es derecho ejercerla. A la par que el de expresar opiniones distintas y a tener las creencias religiosas de nuestra preferencia, la Constitución dominicana también consagra el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Es decir, el derecho a vivir la vida como se prefiera sin por eso perder ninguna de las garantías que la Constitución ofrece.
De esto queda claro que las diferencias pueden ser vividas a plenitud siempre que no se vulneren los derechos de los demás.
El problema radica en que mucha gente no entiende, o no quiere entender, que no tiene la potestad de decidir sobre las vidas ajenas. Siempre que no se inmiscuya en la suya, o le violente algún derecho jurídicamente reconocido, el otro es libre de vivir su vida, tal y como lo es uno.
La propuesta de que los diferentes tienen derechos, pero están obligados a esconder aquello que los hace distintos a los demás, es jurídicamente improcedente y democráticamente inviable. Tal y como afirma Kenji Yoshino, obligar al otro a tapar su naturaleza o sus preferencias violenta sus derechos.
Es decir, que quienes desafían el Derecho son aquellos que quieren esconder a los otros debajo de la alfombra, como si fueran polvo.
El artículo 8 constitucional establece el derecho de toda persona a buscar su perfeccionamiento personal “de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”.
Pero la Carta Magna se refiere a la vida propia, no a la ajena. En pocas palabras, y para usar un refrán de la sabiduría popular, que cada uno atienda sus propios cartones, que se le puede pasar el bingo.