Los repugnantes atentados perpetrados por desalmados terroristas el pasado viernes en París, mediante estrategias militares simultáneas, abren aún más la herida del dolor que no cicatriza desde la tragedia del diario Charlie Hebdo.
Las imágenes monstruosas vistas en la TV y las crónicas de horror de centenares de muertos y heridos alimentan las vocaciones suicidas de los terroristas que, en nombre de la máscara de la fe, en lugar de despertar la convicción colectiva, contribuyen a sembrar la islamofobia, en una guerra entre Medio Oriente y Occidente.
Estos individuos padecen -en palabras de Juan Goytisolo- “una crisis de identidad y creen hallar una solución a sus males en la magnificación del horror”; en cambio, se convierten en víctimas propiciatorias que acelerarán el odio étnico y agravarán lamentablemente la crisis de refugiados de Europa.
Como se sabe, no hay una sola Europa. La unidad del Viejo Mundo es un sueño. De ahí que las utopías siempre han sido del Nuevo Mundo. Mayor unidad de propósitos hay en esta América mestiza. Mis profesores de filosofía del País Vasco siempre me decían que el futuro está en América, pues Europa fracasó.
La raíz de su fracaso – o pesimismo- reside en la descomposición de su identidad, en relaciones de autonomía, competencia económica y poderío cultural. Europa es historia; América es utopía. Los males de América residen en otro tipo: en la corrupción y el narcotráfico, el populismo y la impunidad, enemigos de las democracias políticas. Pero el narcotráfico, si bien es una lacra de nuestros tiempos, no mata en nombre de una fe, pues no tiene ideología ni religión. Su dios es económico, no político ni religioso.
Pocos estudiosos y pensadores del fenómeno de la violencia y del terrorismo moderno han reparado en que la raíz del mal está en la falta de piedad. El fundamento de la descomposición ideológica y de la mala interpretación del Corán descansa, en efecto, en que se han perdido la compasión y la piedad humanas.
Esa mala lectura de la escritura coránica ha hecho de los hombres creerse los dueños de una razón absoluta, y ese mal ha infectado la mente religiosa, bajo la máscara de una filosofía de bolsillo y de una fe profana, insensible al llanto y al dolor ajeno.
El antídoto contra la plaga del terrorismo individual es inocuo, pues el terrorista fanático no conoce el miedo a la muerte, y no ama la vida terrenal. Actúa sin miedo y para él, el terror es un juego, y las armas, juguetes para imponer el reino del horror como poder sagrado.
El terrorismo de Estado actúa diferente: tiene una vocación de dominio. Busca conquistar territorios e imponer no una ideología o una religión, sino un poder político; en cambio, el terrorismo individual actúa en la sombra, y es enemigo de la paz y del diálogo.
El terrorista no tiene piedad por los demás porque no la conoce, y piedad y conmiseración es lo que falta en nuestros tiempos.
Las imágenes y noticias provocadas por esta tragedia parisina me llenan de dolor, rabia y espanto, y contradicen las del París que visité durante un mes, el pasado marzo, donde pude comprobar su capacidad de olvido, su vocación de libertad, y su amor a la vida y a la paz.
El enemigo político del Estado Islámico no es el pueblo francés sino el Estado, por tanto, sus ciudadanos no deben pagar con su valor más preciado: sus vidas.