Un centenar de campesinos chilenos partieron hacia la antigua Unión Soviética en los 70 para hacerse técnicos agrícolas.
«Todas las revoluciones se juegan en el campo».
El historiador Cristián Pérez explica así por qué en 1973 el gobierno socialista chileno envió a 93 campesinos e hijos de campesinos a un largo viaje hacia la ciudad rusa de Akhtyrskiy, en lo que para entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética.
Cuando llegaron a su destino, sin embargo, ese gobierno fue derrocado por los militares.
Y los jóvenes quedaron atrapados en un recoveco de la historia, desplazados en un país desconocido, con otra lengua y otras costumbres, donde les tocó vivir una aventura que jamás imaginaron y que, para muchos, todavía no tiene un cierre formal.
«Yo fui el único que partió desde mi ciudad; mi mamá y mi hermana me fueron a dejar al aeropuerto», rememora Aldo Silva, uno de esos jóvenes, 45 años más tarde.
La odisea de los chilenos en la desaparecida Unión Soviética comienza días antes del derrocamiento del presidente socialista chileno Salvador Allende.
En plena Guerra Fría, el presidente Richard Nixon pidió «hacer crujir» la economía del país, y bloqueaba el envío de maquinaria agrícola. En su reemplazo, la Unión Soviética ofreció su apoyo. No solo tractores. También 100 becas para que campesinos de la zona central y sur de Chile partieran a estudiar mecánica agrícola al sur de Rusia.
«Recuerdo que cruzamos la Alameda en Santiago en bus, un 4 de septiembre, y estaba lleno de gente en las calles, iban a celebrar el aniversario del gobierno de la Unidad Popular», dice Aldo Silva. Esa fue una de las últimas imágenes que se llevó de Chile.
Los jóvenes que partían formaban parte de un mundo rural paternalista y conservador, que vivía todavía de espaldas a la modernidad.
No tenían pasaportes y algunos solo contaban con la educación básica. Habían crecido en familias que vivían al alero del «fundo», grandes extensiones de tierra agrícola al centro y sur del país, controladas por un acotado grupo de «patrones».
Pero desde 1962, gobiernos conservadores y de centro habían comenzado a cambiar la cara de ese mundo a través de la reforma y modernización agraria, y la sindicalización campesina.
Y el socialista Allende aceleró el proceso: al final de su gobierno ya había expropiado más de 4.000 predios agrícolas. Los campesinos que volaban a Rusia, cuatro mujeres entre ellos, eran parte estratégica de ese proceso.
- El socialista Salvador Allende aceleró el proceso de modernización agraria.
Antes de subir al avión Ilyushin que los llevaría a Rusia, cantaron «Venceremos», el tema de la campaña presidencial de Allende, y el de Nino Bravo «Un beso y una flor».
«Yo me atrevería a decir que del lugar que ellos venían, estos eran los chicos más despiertos y más trabajadores, los más responsables, los más comprometidos con la causa del pueblo, los que más habían trabajado ayudando a los dirigentes campesinos», dice Cristián Pérez, quien reseñó la odisea en el libro «Viaje a las estepas».
«Pero ellos además eran hijos de gente que había estado sometida durante 300 años. Y en ese momento se estaban convirtiendo por primera vez en sujetos de su propia historia, Porque la idea era que en Rusia se convertirían en profesionales técnicos de nivel medio, que iban a volver a los campos a preparar a más gente y a desarrollar la agricultura como parte de una vía socialista de desarrollo. Estos chicos iban a modernizar el campo chileno», resume Pérez.
La historia, sin embargo, diría otra cosa.
Bienvenidos a la URSS
Los becados partieron en un vuelo de Aeroflot la noche del 4 de septiembre de 1973. Pararon en La Habana y Rabat antes de llegar a Moscú, «mareados, cansados, expectantes», dice el historiador.
Los llevaron a un tour por la Plaza Roja y el Kremlin y los embarcaron por tren hacia la frontera con Ucrania, a más de 1.000 kilómetros de distancia. Al destino final, la ciudad petrolera de Akhtyrskiy, llegaron en bus. Los recibieron con flores y música típica.
Los chilenos llevaban la moda de su época: pelo largo, pantalones acampanados (luego armarían un taller clandestino para irlos renovando y vendiendo).
«Estos eran los chicos de Chile de los 70, de la música libre, la minifalda, eran parte del primer espacio de libertad que tenía la juventud chilena en siglos«, dice Pérez.
Y en Akhtyrskiy, un pueblo que entonces tenía unos 18.000 habitantes, llamaron inmediatamente la atención.
Ahí se instalaron en la Escuela Técnica Profesional Nº 9, donde pensaban pasar tres años. Pero tres días después, Allende ya había sido derrocado y la misión quedó trunca.
Aldo Silva recuerda que había salido a caminar por el pueblo. «Entonces la gente se nos acercó y nos decía ‘Allende, pum, pum!’, ‘Allende, pum, pum!’ y lloraban. Nosotros no entendíamos nada. Hasta que un chico de Guinea Ecuatorial llegó y nos ayudó con la traducción: ‘Mataron a Allende’, nos dijo. Nos pusimos todos a llorar».
El trauma fue inmediato, le dice a BBC Mundo Pérez.
«Lo primero es el golpe y ver la televisión soviética, donde les llegan las imágenes del bombardeo a La Moneda, de los cadáveres en los ríos, los detenidos, todas estas imágenes traumáticas y ellos no saben qué está pasando con sus papás, sus mamás, sus familiares. Inmediatamente quedan cortados todos los vínculos con Chile: no hay nada, es un vacío. No tienen cómo comunicarse, no hay teléfono, no hay nada. Noventa y tres jóvenes quedan a la deriva, sin saber qué está pasando en ese Chile que están viendo en la televisión», explica el historiador.
«Yo recibí la primera carta de mi familia 11 años después», cuenta por su parte Silva.
Los soviéticos decidieron continuar con el plan de estudios y mantener a los chilenos en el pueblo.
Hubo incertidumbre y dolor, pero la vida se fue abriendo paso: organizaron conjuntos folclóricos, partidos de fútbol, fiestas que a veces terminaban en riñas tras los bailes en la Casa de la Cultura de Akhtyrskiy. Hubo noviazgos y matrimonios.
«Entre la gente del pueblo hay una rusa que cuenta que veían a estos chicos ‘como un rayo de sol’, porque eran jóvenes, y pese a que tienen este trauma a cuestas, ya que saben que Pinochet no los deja volver, son alegres. Se arma una relación especial y creo que una parte importante del pueblo vive en función de ellos hasta que se van», cuenta Pérez.
En 1976, en Chile, un diario cubrió el hecho, asegurando que se trataba de 200 niños «presos» en la URSS. Pero el historiador no encontró registro de ninguna reacción de la Cancillería chilena de la época, controlada por los militares.
«Es muy probable que supieran que no podían volver porque no tenían pasaportes vigentes, ni consulado o embajada chilena donde obtenerlos».
La deuda
La odisea de los «askhirtyanos» se extendió por décadas. Los campesinos y sus familias lograron intercambiar alguna información a través de las cartas que ocasionalmente cruzaban la «cortina de hierro» en medio de la Guerra Fría. Poco a poco, fueron dejando el pueblo. Partieron a Rostov del Don, a Volgogrado.
Uno de ellos, Segundo Serrano, murió nadando en el río Volga. Cuarenta y cinco se graduaron en Akhtyrskiy. Más de una veintena fueron a la universidad: a la «Patricio Lumumba» de Moscú, a la de Bakú, la de Moldavia, a la Universidad Estatal de Ivanovo, a la de Kharkov en Ucrania y a la de Odesa.
En «Viaje a las estepas», Cristián Pérez cuenta que «al menos seis se convertirían en militares comunistas formados en el campo socialista», con un grupo entrando a la Universidad Militar «Vasil Levski» en Bulgaria.
Algunos de ellos terminarían en Nicaragua, en 1983, apoyando la revolución sandinista. Y en su libro Pérez relata que algunos volvieron a Chile en 1984 para colaborar «en la implementación de la política militar» del Partido Comunista chileno, una vía que, resume el historiador, fracasa en 1986 y se cierra en 1990, con el gobierno de Patricio Aylwin.
Del grupo de campesinos de principios de los 70, la primera que volvió legalmente a Chile fue Myriam Martínez, en 1984. Hoy trabaja en el área de la agricultura. Fue una de las pocas, dice el autor, que logró aplicar los conocimientos que había partido a estudiar a Rusia.
Pero para quienes decidieron volver, no fue fácil aterrizar en un Chile que vivió un acelerado proceso de modernización y globalización durante las décadas que siguieron a su partida.
Aldo Silva describe así su regreso:
«El país era diferente, la gente era diferente. Cuando llegué y decía ‘vengo de la Unión Soviética’, me decían ‘y a mí qué’. Pero me quedé, porque venía con mis niños, y no podía andar con ellos de allá para acá. Ya hay 10 de nosotros que han muerto, en Bulgaria, en Alemania, en otros lugares. La mayoría se quedó sin trabajo, o tuvimos que trabajar en lo que podíamos. Los que quedamos nos fuimos a los 17 años, y ahora estamos a punto de jubilarnos. ¿Con qué? Esa es la deuda».
«El Estado chileno no tuvo una política de acogida ni acompañamiento para ellos», remata Pérez.
«Se les miró con desconfianza, porque venían de un país que dejó de existir, la Unión Soviética, donde habían estudiado marxismo leninismo. En Chile les pusieron trabas, mil dificultades. Entonces hay una reflexión que es mayor, más profunda, sobre cómo nosotros tratamos a nuestra propia gente. Cómo acogemos a los nuestros que por razones de la vida tuvieron que pasar un largo tiempo afuera, que venían de una vida campesina, sin vínculos con la élite, sin haberse reinsertado en la socialdemocracia europea».
Los seleccionados al viaje a la desaparecida URSS fueron 100. Solo 93 se embarcaron. De ellos, el escritor Cristián Pérez logró identificar a 74 y consiguió conversar con 20. Pero a medida que llegan las primeras noticias del libro, se le han acercado otros tres jóvenes de la época.
Y ahora espera que lleguen los demás.
«Algunos me comentan que están muy emocionados de que por fin se hable de lo que les pasó, de tener al menos un reconocimiento desde el punto de vista de la historia. Eso es importante para ellos», le dice a BBC Mundo.
«A algunos les va a gustar el libro más que a otros, porque, en el fondo, esta es la historia como yo la quise contar. Yo soy historiador, yo tomé las decisiones respecto de lo que creí que era más importante. Yo imaginé el mundo que vivieron. Ellos, cada uno de ellos, tiene una historia distinta», concluye.