La sociedad dominicana está crispada frente a la corrupción en la esfera pública -sin excluir sus conexiones con el ámbito privado-,y arrastra un asco causado por las largas décadas de asalto al erario, la astucia de los políticos y sus adláteres, a veces importados del campo corporativo.
Después de la marcha verde, las manifestaciones en la Plaza de la Bandera, los cacerolazos y la incursión desenfandada de actores altisonantes en redes sociales, nada hay en el Estado que no esté bajo sospecha, sin importar las buenas intenciones.
Hoy se gobierna pisando brasas, descalzo, en una cápsula de cristal que hace inocultables los desmanes y deja sin protección el secretismo, porque la lealtad se torna altamente relativa bajo el gobierno de ese demonio digital llamado Whatsaap.
El filtro social está más activo que nunca.
Es muy difícil distinguir la autencidad de una gestión y su enfoque de las tomaduras de pelo o de las acciones teatreras para vender una imagen que no se tiene. La hipocresía política está en jaque.
Los políticos y sus allegados han perdido mucho tiempo para asumir la obligación de ser transparentes, autorregularse y dar un paso al frente con la bandera de la honestidad.
Los ciudadanos le están imponiendo un camino: o se suscriben a las mejores prácticas o serán moralmente degollados sin miramientos, arrastrados por la convocataria al desprecio público que se enciende con apenas un tuit. La función pública nunca se había parecido tanto a un paredón.
Cada decisión de carácter público debe ser no solamente bien pensada, sino mejor comunicada. Donar el salario del presidente puede tener suficiente valor simbólico, pero que todos los funcionarios sigan esa tendencia -o se rebajen los ingresos- carece de sentido y su olor a populismo lo delata. Nada de eso le hace cosquillas al déficit.
Prefiero que los funcionarios tengan compensaciones decentes y que nos sirvan con eficiencia, sin cojear en el financiamiento de su día a día, sin la tentación de robar a flor de piel ni el riesgo de una fuga masiva de talentos, para dar paso a la bazofia en el manejo de la cosa pública, algo peor que la corrupción.