Todo empezó un domingo. El domingo que fueron al zoológico. Sí, fue exactamente ese día. Ese día nublado que no caían lluvias, pero que tampoco salía el sol, que no hacía frío, pero tampoco calor. Fue ese el día que ella decidió transformarse en una osa, y así romper con una larga temporada de abstinencia sexual que amenazaba su matrimonio. Un matrimonio convertido en “¿Por qué ya no quieres hacerlo conmigo?” en “ahora no, dejémoslo para mañana”. Un matrimonio en silencio, sin repuesta. Vamos, que estaba mal follada la pobre mujer, hablando en buen cristiano.
Pero no se convirtió en cualquier osa, si no en la osa ardiente que vio ese domingo. Una osa del amor, del sexo, del coito, de la cogedera, de la singadera, la osa más sedienta del sexo.
La algarabía de los visitantes. Los obturadores de las cámaras, los mayores riendo, los niños preguntando: papá ¿Qué están haciendo? Y los osos cogiéndose. Ahí, haciendo sus cosas en público, sin ningún pudor, sin tregua y sin cansarse. El oso montándola y moviendo esa cintura a ritmo de un corazón jadeante. No parecía que la osa necesitara la regla o el dolor de cabeza como excusa, ni que él fuera a terminar antes de que le llegara la gloria. No. Esa osa disfrutaba, disfrutaba el resuello del oso en su cuello y ella también quería gloria. ¿Y quién no?
No pudo dejar de reír (ni ella ni nadie), de señalar, de bromear y celebrar como una niña más la atracción de los osos cogiéndose. Se acercó al marido y abrazándolo por la espalda le susurró al oído que sentía saltos mortales entre las piernas y quería que se los domara… “Uff, cuántos deseos te tengo”. Se introdujo los dedos entre la raja, así húmedo lo olió con un suspiro eterno y luego se los metió a él en la boca, despacio, como un juego: “mira lo mojada que estoy”. Y de inmediato se escondieron a imitar el espectáculo de los animales. En cuatro patas, con el culo en pompa, bien abierta, para que la penetrara sin dificultad, imitando a la osa, deseando al oso.
Pero no pudieron. Bueno, no pudo él. Verla así le provocó más risas que deseos. El hombre tampoco pudo en la casa, ni en los otros muchos intentos. No crea que ella se dio por vencida, no. Lo primero que hizo fue tirar todos los artilugios depilatorios, también los maquillajes y todos los recursos del aseo y limpieza. Claro, había que oler como una osa. También decidió andar desnuda y se abandonó por completo para transformarse en una verdadera osa, una osa del sexo. Caminaba en cuatro patas. Rascándose en las esquinas de su vivienda. Se lamía las heridas, la de nacimientos y las provocadas por el frotamiento. Por habla adoptó el gruñido que le escuchó a la osa en el zoológico. Fue así cómo empezó su transformación.
Al hombre le costó tres meses entender que su mujer se había convertido en una osa. Darse cuenta de sus andares pesados, de las vellosidades del cuerpo, del olor. Sí el olor, ese olor que se metían entre las cejas y amargaba, amargaba tanto como gustaba, ese olor tan semejante al de los osos que parecía estar en el zoológico en vez de su casa.
Su mujer era una verdadera osa, una osa sedienta de amor, pero no cualquier amor, sino un amor animal. De esos amores salvajes que te dejan sudor en la piel, que por respiración te dejan jadeos, de los que luego hay que limpiarse las uñas para sacarse trozos de piel, en donde los mordiscos sustituyen a los besos. ¿Los abrazos? de oso. ¿De qué otra manera si no? De esos amores en que la sangre borbotea como si fuera a romper las venas y brotar por ellas. De amores en la cama, en el suelo, en los rincones, recostado de lo que sea. Donde se nace, se vive y se muere entre suspiros, suspiros gritados, suspiros gruñidos, suspiros susurrados, gemidos agónicos, gemidos fallidos. Y él sin enterarse.
Se vio obligado a sacar casi todos los muebles de la casa porque su mujer los destrozaba masturbándose con ellos. Además deseaba que se moviera con libertad, exactamente igual que los osos en el bosque. Pero con el tiempo el espacio se le hizo pequeño. Fueron muchas las veces que la atajó para que no saliera. Fue encarcelada, atada, amordazada. Incluso llevó a la casa hombres para que a cambio de dinero calmaran el ardor de su mujer. Hombres grandes, forzudo, gordos y peludos, pero la mujer osa era insaciable. Le chupaban la herida de Eva y ella pedía más. Y él ahí, mirando, sin poder usar ningún apéndice, cada vez que lo intentaba se moría de la risa y la sangre no borboteaba en su cuerpo. El vapor impregnaba la casa con los ardores del sexo y el deseo y él ahí sin ni siquiera sudar. Sin ni siquiera mojar sus poros. Como hiena, con una sonrisa dibujada en su boca y sin nada de deseo.
Entonces se le ocurrió la maravillosa idea de llenar la casa de osos de peluches. Peluches de todos tipos y tamaños para que los cogiera como ella quería que la cogieran. Pero sus deseos eran tener sexo con humanos osos, osos humanos. Siendo una osa mujer, una mujer osa, una osa que gruñe, que gime, que palpita, que se estremece. Y eso no se lo daban los peluches. Así que también desaparecieron.
Y en poco tiempo, la osa mujer, la mujer osa salió a las calles. Tampoco pudo detenerla. Fueron las vecinas las primeras que la vieron, pero esas chismosas no la reconocieron. Eso sí, recogieron a sus maridos y se escondieron ellas. Al tercer día ya le gritaron: ¡Viciosa! ¡Animal! ¡Degenerada!, esas envidiosas. Pero si su llaga era curada como curaba el oso a la osa, si era sobada con rabia, incrustada en cualquier rama. Sí era olida, chupada y envestida con furia y con ganas. A ella no le importaba. No, no le importaba ir por las calles convertida en osa amorosa y que le gritaran.
Los niños se burlaban al verla volcando cubos de basura, peleándose con los mendigos, gruñendo y mordiendo con sensualidad. Toda gorda, hedionda y peluda. Sí, la persiguieron, le gritaron, incluso la apedrearon. Le era imposible encontrar quien le calmara el ardor. Hasta que un día, también de esos sin sol, ni frío, ni calor, la encontraron muerta en una de las piedras próxima al zoológico.
Dicen que se le puede ver como silueta en la luna, que sus poros fueron violados en ríos y playas, que de los prados llega el olor seco de su sexo y que centrándose bien se escucha un gemido de un orgasmo eterno. Y el marido ahí, convertido en hiena, desandando soledades, despedazando carcajadas en la eternidad.