La fuga de los condenados

La fuga de los condenados

La fuga de los condenados

La versión criolla de la saga “¿Y dónde está el piloto?”, rodada en plural recientemente en nuestro país, es la reiteración del desprecio histórico de los franceses por la soberanía de la República.

El atrevimiento de los aventureros a cargo de la fuga de los condenados crea un asombro, pero la arrogancia desafiante del eurodiputado cómplice es una mofa superba al sistema internacional de justicia.

Sorpresivamente, las competencias del criminalista se extienden ahora a la esfera de comandos de salvamento.

La puja mediática por la reivindicación de una violación flagrante a las normas del orden jurídico internacional, recrea un retablo absurdo a la ridiculez del heroísmo.

El delirio de los mercenarios parece pretender simpatías equiparables a las del rescate de los judíos y la tripulación de Air France secuestrados en Entebbe por el Frente Popular para la Liberación de Palestina a finales de junio de 1976. Su efecto subliminal podría perseguir la igualación perversa del Estado dominicano con la Uganda dictatorial, irascible y terrorista de Idi Amin Dada.

Desde que Bertrand D´Ogeron se instaló en la isla de la Tortuga, el objetivo de los franceses parece haber sido siempre coger a Santo Domingo de mojiganga.

Su huella fue Haití, figura sacada a martillazos de la frialdad marmórea de la ignominia. Ese desdichado legado, vagamente deslindado por una sentimentalidad fronteriza difusa, fue el sablazo que mutiló la anatomía sociocultural de la primera colonia del Nuevo Mundo.

Para Napoleón, los vientos libertarios impulsados por la Revolución Francesa a favor de los derechos del hombre y del ciudadano, no debían arreciar contra el sistema esclavista implantado en Santo Domingo.

Tampoco para Kerversau ni para Ferrand, durante la Era Francesa en nuestro territorio. Los catorce acorazados que en 1826 llegaron al golfo de Gonâve a exigir de los haitianos ciento cincuenta millones de francos por su independencia, fue un asalto a mano armada del Gobierno francés, que abrió una tronera en los bolsillos dominicanos.

Su apoyo en 1843 a nuestra emancipación de Haití bajo el Plan Levasseur, sería solo a cambio de adueñarse de la bahía de Samaná.

Maxime Raybaud, exembajador galo situado en Puerto Príncipe, vino al país en 1859 como emisario del emperador Soulouque a proponerle al presidente Santana que unificara la República al Gobierno haitiano para desistir de nuevas invasiones.

Al rato el francés se hallaba en una goleta como persona no grata deportada hacia el país vecino. El regreso de los cónsules europeos, que meses antes del mismo año se habían retirado del territorio dominicano disgustados por la quiebra masiva de sus connacionales –debido al fraude colosal que Buenaventura Báez propinó a la industria tabacalera–, se produjo a bordo de cuatro buques de guerra que perpetraron una invasión de factura netamente francesa, con el plan de doblegar la soberanía nacional.

El conde Walewski, hijo biológico de Napoleón y ministro francés de Asuntos Exteriores, se empecinó en orquestar esa intromisión, conminando al Presidente de la República a desconocer las resoluciones adoptadas por el Congreso, ante la crisis financiera que dejó una moneda totalmente devaluada en manos de una matrícula comercial predominantemente extranjera.

Consentir que el filibusterismo suplante el ordenamiento de un Estado miembro de la mancomunidad de naciones amigas, sería un trastrueque peligroso con grado de urgencia en la agenda de los organismos internacionales competentes.

En el imaginario jurídico de la dignidad nacional, la fuga de los condenados es un acto vandálico de imposible carácter patriótico. Su naturaleza subversiva trasciende los límites convencionales que rigen en materia de extradición. Todo lo demás es puro teatro en una trama cómica de contubernio.



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