El retroceso de los pueblos es inevitable cuando la institucionalidad es una degradación subordinada al capricho. Son incapaces de avanzar, porque se dejan vencer por las artimañas que favorecen el interés individual a expensas del bien común.
No así, cuando el poder de las instituciones predomina sobre esas desviaciones sociales que impiden que la prosperidad sea un fenómeno indetenible.
Los niveles de equidad y bienestar que registran las naciones desarrolladas, se deben en gran medida al conjunto de instituciones insobornables que rige la conducta cívica de sus ciudadanos.
Ha sido la fórmula mágica para acabar con la discrecionalidad fraudulenta que obstaculiza el progreso, privilegiando el atesoramiento de riquezas indebidas para empobrecimiento de la gran mayoría.
Pero los pueblos manipulables pasan por etapas muy aciagas, que por lo general obedecen a factores anómalos condicionantes de su pobre formación histórica.
Su resignación patológica ha sido la causa principal del antojo abusivo que atropella el poder de las instituciones.
De ahí que en los conglomerados afectados por semejante desgracia, sea improbable sentir el empuje de una fuerza que rompa con el círculo de pobreza que describe la órbita errática de su porvenir.
Hay instituciones claves que revelan con claridad suficiente el por qué de la brecha, prácticamente insuperable, que separa a las naciones prósperas de las que no vislumbran la pista de despegue hacia estadios superiores de desarrollo.
Han sido cuñas indispensables del afianzamiento de las primeras, pese a lo cual siguen brillando por su ausencia en la agenda de los pueblos que permanecen orbitando en torno a las precariedades seculares de su penoso rezago.
Lo vemos en la estructura integral del sistema bursátil que promueve la dinámica operativa de un mercado de valores fluido y confiable.
Hay en esa institución otras virtudes mayores, no siempre tan evidentes para quienes solo advierten las aristas de su vertiente mercantilista.
Porque sus grandes aportes comienzan por convertir en realidad la institucionalización de la transparencia.
Y este concepto no implica aquí el recurrente discurso vacío carente de contrapartida práctica, sino la posibilidad de comprobar, en términos verdaderos, los efectos positivos de un paquete de ventajas que se verifican diariamente. Registros corporativos confiables, libres de la dañina cultura de la doble contabilidad, se traducen en un extraordinario estímulo al ahorro y la inversión, operando simultáneamente como un potente inhibidor de la evasión fiscal.
Hablamos de un mecanismo con la probada eficacia de propiciar iniciativas que ensanchan y diversifican el aparato productivo, y que además tiene por virtud inducir un vigoroso efecto multiplicador verificable en los niveles de empleo, adiestramiento, generación de divisas y transferencia de nuevas tecnologías.
Y todo esto, debido también en gran parte, a lo atractivo que para la inversión extranjera resulta el funcionamiento de un mercado de valores cimentado en reglas de juego facilitadoras que definan un ambiente de incuestionable seguridad jurídica para protección y provecho de todos los actores.
Al margen de las sofisticaciones propias de un sinnúmero de derivados y de otros productos financieros vinculados al conjunto de materias primas –commodities– transadas en los mercados mundiales, lo que interesa destacar es el papel determinante que juega el mercado de valores en el fomento, creación y crecimiento de una plataforma productiva sin la cual el desarrollo seguiría siendo una ilusión.
Pero como prerrequisito necesario, habría que pasar de la incipiente etapa de comercialización de valores de renta fija, a un intercambio fluido de títulos de renta variable representados por acciones comunes emitidas por corporaciones previamente calificadas.
No por casualidad fue la bolsa de valores la primera institución económica de relevancia implementada por los ingleses durante la expansión de su dominio colonial en el siglo diecinueve. Probablemente su más valioso legado a la cultura económica de sus antiguas posesiones.
Un mercado de valores dinámico y eficaz debe fundarse en la solemnidad de un compromiso a largo plazo concertado entre el Estado y el sector privado.
El conjunto de normas y reglas jurídicas institucionalizadas mediante su estructuración, tiene el poder de contrarrestar el abuso de la discrecionalidad causante de la inercia que no permite traspasar la frontera del desarrollo ficticio.
La determinación de impulsarlo hasta convertirlo en realidad, sería un pacto de trascendencia mayor en la agenda de superación de la República.