La calidad del ejercicio político y su influencia en el desarrollo de las sociedades es un tema que ha concitado mútiples debates y estudios desde diferentes perspectivas. República Dominicana no ha sido la excepción instalando foros bajo esa temática.
No requiere demostración científica, pues es axiomático que, como influyen en todo el mapa de poder, los malos políticos prohijan malas decisiones en forma de leyes, decretos, resoluciones, negociaciones, designaciones y otros mecanismos propios de la gestión pública.
Como en la viña del señor también hay cosas buenas, cabe señalar que no todos los políticos son jinetes del apocalipsis ni vehículos de las siete plagas de Egipto.
Los hay buenos, honestos, influenciadores positivos, comprometidos con su país. Que sean pocos es harina de otro costal.
Los malos políticos no tienen el monopolio de la capacidad de daño, pues comparten el pastel con los empresarios malos, una categoría tan letal como la primera, aunque a veces lleva millas delante.
¿Qué es un empresario malo? El evasor de impuestos, el violador impune de las leyes aprovechando sus conexiones con el poder político, el socialmente irresponsable, el que paga sueldos miserables y da un trato infrahumano a sus colaboradores, el que compite deslealmente y tiene un solo norte: llenarse de dinero hasta la coronilla sin escatimar métodos.
Es justo reconocer que hay empresarios buenos, capaces de combinar exitosamente factores difíciles y a veces antagónicos en una sociedad con tantas distorsiones: ser rentables, socialmente responsables, éticos, agregar valor, tener calidad humana, cumplir las leyes y hacer que sus colaboradores crezcan con él.
Lo peor que puede padecer una sociedad es una alianza entre malos políticos y malos empresarios, porque con ella suscriben el paradigma de la crueldad, la destrucción y la rapiña. Son los Atila y los hunos de estos tiempos. Una fórmula fatal.