En ocasiones uno tiene la tentación de no escuchar radio ni ver televisión, ante la presencia de tantos “analistas”, sociólogos, politólogos y politicastros que han hecho del insulto una constante de la que no pueden o no quieren escaparse.
En las redes sociales es peor, pues son pocos los que pueden mantener un civilizado debate de ideas, sin insultar.
En Facebook especialmente, uno lee casi todos los días la forma alegre en que alguien llama “ladrón” al Presidente de la República, “asesino” a algún jefe militar o “sinvergûenza y mal nacido” a un candidato opositor.
Se trata de una exaltación de las groserías, parecida a la del pánico moral, que es una reacción de un grupo de personas basada en la percepción falsa o exagerada de algún comportamiento cultural o de grupo, frecuentemente de un grupo minoritario o de una subcultura, como peligrosamente desviado y que representa una amenaza para la sociedad.
Se dirá que ese comportamiento, a todas luces aberrante, es producto de la falta de educación o de la degradación moral en que estamos sumergidos.
En mi opinión, esta última prevalece, por cuanto los padres (no todos) han olvidado su “don de mando” frente sus hijos, tolerándoles rabietas y malacrianzas cuando son pequeños, sin supervisarlos cuando son mayores. Olvidan que esos son los “ciudadanos del futuro”, cuyo progreso dependerá fundamentalmente de la educación doméstica, aunque la escuela juega también un papel vital.
Los que al escribir insultan para refutar, carecen de argumentos para salir airosos del debate. Generalmente, se creen genios, cuando en realidad son sujetos sin capacidad para reflexionar, cualidad necesaria para triunfar en la sociedad.
Gente así, que emplea las groserías o los insultos contra los demás, especialmente por razones políticas, jamás llegarán a ser ciudadanos preponderantes en la nación que aspiramos.