En los años cincuenta tuvimos que trasladarnos a vivir a Yamasá. Viajamos desde Santiago a Yamasá, en esa época era más difícil que ir a New York hoy en día.
El periplo comenzaba con una despertada a las 5:00 a. m., de ahí en adelante un “paseo” por el pueblo de una a dos horas buscando en sus respectivas casas a los viajeros hacía la capital (no existía ninguna otra conexión con Yamasá desde Santiago, creo que hoy tampoco).
Este tedioso ajetreo en la “cheíta” (voladora de la época con los bultos y maletas en el techo) era sumamente agotador. Había que ir de un extremo a otro a recoger los pasajeros: Marilópez, Los Pepines, La Joya, El Egido, Los Hospedajes, Los Ciruelitos, eran algunos de los lugares que recuerdo visitábamos. A la hora, yo ya estaba cansado y dormido en los “confortables” asientos de “tablitas” de la “Cheíta”.
Entonces empezaba el viaje desde Santiago a la capital. Señores, aunque no lo crean, ¡un viaje de unas cinco horas! Incluyendo una parada obligatoria en los chinos de Bonao para los refrigerios y demás necesidades de los sufridos viajeros. En horas de la tarde, por fin llegábamos a la flamante “Ciudad Trujillo”.
No miento si les digo que en el recuerdo infantil de un niño de seis o siete años fue mayor la impresión al entrar a la Primada de América, que cuando ya adolescente visité a New York. Ver el mar por primera vez fue el paisaje más encantador que mi mente de niño podía imaginar. ¡Nunca lo olvido!
Llegando a la capital, apenas comenzaba la odisea viajera. En seguida había que hacer contacto para el único “vuelo” disponible a Yamasá; la salida en vivo y directo de la guagüita “Chevrolet” con un vagón detrás llevando todo tipo de bultos y mercancías inimaginables.
Para no cansarles, llegamos a ¡Yamasá! ¡Qué nombre más extraño para mi mente infantil! ¡Cuántas fantasías volaban por mi cerebro!; mi primer viaje, el día entero por carreteras casi intransitables, gran cansancio, pero me sentía feliz de la aventura, así son los niños.
La primera semana fue conocer el pueblito e iniciar las gestiones por parte de mi madre para las inscripciones escolares mía y de mis hermanos menores que yo.
Venía de la escuela Paraguay de Santiago (la misma en que estudió Balaguer), dejando los estudios a mitad de año, había dudas de poder inscribirme en el tercer grado sin tener el récord de notas a manos. ¡Increíble!, pero cierto.
En pocos días llegó desde Santiago a Yamasá el récord completo de todas mis calificaciones escolares y pude inscribirme en el tercer grado de primaria.
Así de eficientes eran las cosas públicas en la dictadura. La escuelita amarilla, de madera de palmas perfectamente colocadas una sobre otra; el techo de zinc rojo, me parecía estar contemplando una casita encantada de cuentos de hadas. ¡Ahí iba yo a estudiar!
¡Qué feliz me sentía! La escuelita amarilla estaba a un extremo del pueblo y el viaje de mi casa era a pie. Nunca sentí cansancio, para mí, ir todos los días a clases, era como tener recreo permanente; tenía solamente dos habitaciones frescas, se impartían dos cursos en la mañana y dos en la tarde.
Mi profesora era la Dra. Josefina Alcántara, una bella y educada dama de finos modales, de hablar dulce y pausado. Las clases eran un deleite para nosotros, solo recuerdo risas y alegría.
En las clases de Geografía siempre hacía mención de que Yamasá era la segunda Común de la provincia San Cristóbal. Para nosotros esto era un orgullo inmenso. ¡Ser la segunda Común de la provincia!
Años después leyendo a “Compadre Mon”, del bardo Manuel del Cabral, recordé con nostalgia los años infantiles, cuando el poeta decía: “¡Oh patria mía, qué grande vi tu mapa en la clase de Geografía!”.
El pueblito era pobre, pero limpio, silencioso y organizado. ¡Cuántos grandes recuerdos tengo de los estudios de primaria en mi escuelita amarilla de Yamasá!.