La escritura es un acto de dolor. Lo sostuve una vez más en mi discurso de ingreso formal a la Academia Dominicana de la Lengua, el 28 de mayo de este año.
Escribir duele porque exige pensar, retar al lenguaje, procurar en la lengua lo sublime de la lógica y, además, recordar.
Escribir duele porque nos vacía, de un tirón, lo pensado y lo sentido. Escribir nos conduce por la angustiante senda de imprimirle algún sentido al horizonte de la nada. Nietzsche exigía que brotara sangre en la huella de la escritura filosófica.
Ezra Pound se quejaba de que el oficio de escribir era maldito, porque hacía que con cada palabra tuviese el escritor que exprimirse el cerebro.
También para Clarice Lispector escribir es una terrible maldición. Pero, al mismo tiempo, una salvación. Es maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso, porque es una condena, una impenitente penitencia. “Escribir es procurar entender, es procurar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último fin el sentimiento que permanecería solo vago y sofocante.
Escribir es también bendecir una vida que no ha sido bendecida” anotó en su obra “Todas las crónicas” (Siruela, Madrid, 2021) la escritora brasileña más influyente del siglo XX.
Por si fuera poco, la escritura es también un misterio. No es posible conocer en profundidad la certeza inmaterial de su implacable mecanismo, su engranaje a veces mórbido y otras veces letal.
Porque la escritura no es mero proceso de factura, de plasmación material de la precisión morfológica, la belleza del sonido y los insospechados sentidos de una lengua. Es, más bien, la magia de un nacimiento, la manifestación de un acontecimiento del lenguaje, el concreto de pensamiento y de sentimiento de una lengua, un individuo, una cultura, una sociedad y una historia.
La metafísica ha tejido, a través de su propia historia, una urdimbre intrincada, a veces abstrusa, demasiado cargada de conceptos y caminos metódicos sinuosos.
Aun así, la metafísica posible es la realidad cotidiana, la vida y la acción de la humanidad explicadas y profundizadas a partir de la escritura en torno a su estar en el mundo. Fernando Pessoa, a través de su heterónimo Alberto Caeiro, afirma que hay bastante metafísica en no pensar en nada.
Byung-Chul Han sostiene que la historia de la metafísica es la historia de una escucha falsa o deficiente. La pregunta ontológica por excelencia sería aquella que se plantea la cuestión fundamental y única de la exclusiva capacidad humana para hacer de la articulación entre pensamiento y lenguaje la vía más expedita para formular las preguntas acerca de la sustancia matriz del ser, de la vaciedad inmensa del no ser, del mundo y del trasmundo, de la angustia existencial y de la muerte como destino final al que la vida se dirige sin alternativa y sin certeza. Así la escritura como cicatriz de un dolor.
Si se sospechara derivar la escritura de otro sentimiento, como la felicidad o la esperanza, es que la palabra y el pensamiento se preparan para la desembocadura de una fatalidad colosal.
Se acercan y entrecruzan filosofía y poesía. Porque, como ha subrayado el filósofo español Víctor Gómez Pin, somos, en definitiva, animales de palabra y de razón.
O lo que es igual decir, seres de pensamiento, sentimiento y lenguaje, porque son el pensar, el pathos de la distancia entre un sujeto y su alter ego, la responsabilidad frente al destino del otro, la conciencia temprana acerca de la inevitabilidad de la muerte y el poder simbólico del lenguaje los que nos hacen ser lo que humanamente somos.
Escribir es, quiérase o no, un acto de dolor.