Hace tiempo se dice, y yo entre quienes lo hacen, que la democracia dominicana ha entrado en un momento delicado por el creciente maniqueísmo que nos aqueja.
Ya nada es bueno o malo en sí mismo, sino sólo en función de si perjudica los afectos o no. La tribalización de nuestro discurso es casi total y se vislumbra como el preámbulo de la polarización absoluta de todos los niveles de vida social.
Llevamos tiempo convencidos de que el extremismo es señal de profundidad en las convicciones, y de que la rudeza es síntoma de virtud cívica.
Ninguna de estas cosas es cierta. Para ser buen ciudadano se requiere capacidad para entender que las verdades propias no pueden imponerse, que la diferencia de opinión no es un problema por superar, sino la savia misma de la democracia.
El actual clima de debate pone al desnudo que lo que hizo efectivo al Foro Público como mecanismo de presión no fue creado por el trujillismo, ni desapareció con él. Preexistía y lo sobrevivió. Las diferencias de todo tipo se han convertido en justificación para una guerra de trincheras sin cuartel en la cual el objetivo no es tratar de entender el punto de vista ajeno, sino aplastar moralmente al adversario.
Por mucha satisfacción personal que esto nos cause, no sirve para avanzar hacia soluciones mínimamente satisfactorias para nadie. Por el contrario, elimina esa posibilidad puesto que la reacción normal cuando somos objeto de ataques despiadados es casi siempre profundizar la trinchera.
No quiere decir esto que se evite decir verdades. Hacerlo es a veces inevitable y con frecuencia las verdades duelen. Pero la seguridad de la superioridad moral propia no debe convertirse en un ariete, sino en fuente de capacidad dialogante.
No es lo que estamos haciendo. Claramente, hemos decidido destrozarnos unos a otros. Puede que lo logremos, y nos saldrá caro, muy caro.