El debate de investidura en España, que culminó con la ajustada victoria de Pedro Sánchez, es un ejemplo paradigmático de los retos que enfrentan hoy las democracias.
La derecha española asumió el proceso como uno en el que era preferible el acceso de la ultraderecha de Vox al poder que los pactos con nacionalistas catalanes y vascos.
Cualquiera podría decir que esto es un acto de coherencia histórica, pero estaría olvidando que en 1996 José María Aznar, el padre ideológico del mayor partido de derechas, el Partido Popular, logró la investidura precisamente con los apoyos del Partido Nacionalista Vasco y Convergència i Unió. Es decir que lo que hoy condena, ayer lo celebraba.
¿Cómo puede explicarse entonces esta actitud? Como ya señalé, es difícil verla como coherencia política. Porque, además, a la derecha no parece importarle que los nacionalistas catalanes más duros también votaran contra la investidura de Sánchez, convirtiéndola con sus votos en la más precaria de la actual Constitución. Parece que votar juntos a favor es malo, pero hacerlo juntos en contra es bueno.
La respuesta la encontramos en una concepción de la política según la cual sólo son democráticos los resultados que nos gustan. Siempre son democráticos los gobiernos que apoyamos, y antidemocráticos los que rechazamos. Es decir, el yo como centro del colectivo político.
Para quienes asumen esa manera de ver las cosas, la validez de los actos no depende del fondo y ni siquiera de la forma, sino de quién los lleva a cabo. A ellos todo les está permitido, a los demás todo les está vedado.
No hay que ser un teórico político profundo ni un avezado analista para darse cuenta de que ese tipo de actitudes no cabe en una democracia. Esta sale por la ventana cuando entra por la puerta la lógica de la política como una guerra total en la que sólo es posible la victoria propia.
Quienes esto hacen no son grandes políticos, sino jugadores de ruleta rusa en cabeza ajena y sus prácticas merecen el rechazo de todo el que se considere una pizca de demócrata.
Ojalá en España la derecha se reencuentre con el talante democrático que la ayudó a inaugurar la etapa constitucional que hoy vive ese país. Es lo menos que podemos desear, allí y en cualquier otro lugar donde se producen estas prácticas.