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La corrupción en República Dominicana: un sistema sin consecuencias reales

En República Dominicana, la corrupción no es simplemente un fenómeno aislado ni un conjunto de actos cometidos por individuos con vocación delictiva.

Es, más bien, la expresión de un sistema de impunidad estructural que permite que quienes administran fondos públicos operen sin la amenaza real de un castigo proporcional. La raíz del problema no es solo la existencia de funcionarios corruptos, sino la ausencia de un régimen efectivo de consecuencias. Dicho de manera simple: en el país “no pasa nada”.

La ciudadanía observa con frustración cómo los mecanismos institucionales la justicia, los órganos de control, las agencias reguladoras, en lugar de actuar como murallas éticas para salvaguardar los recursos públicos, terminan convertidos en engranajes de un sistema que negocia, reduce y blanquea la gravedad del delito. Se ha normalizado que quienes han saqueado al Estado lleguen a acuerdos judiciales que, bajo el argumento de “recuperar lo robado”, solo exigen la devolución de una porción, mientras el resto queda en manos de los implicados.

Este mecanismo, presentado como un avance procesal o una vía para agilizar expedientes, funciona en la práctica como un sofisticado proceso de legitimación del lavado de activos provenientes de la corrupción. El mensaje que envía a la sociedad es devastador: robar al Estado es rentable, negociable y, en ocasiones, incluso perdonable.

SENASA: cuando el saqueo se convierte en crimen contra la humanidad cotidiana

En este contexto, uno de los ámbitos donde la corrupción adquiere dimensiones particularmente graves es el sector salud. El desfalco o uso indebido de fondos del Seguro Nacional de Salud (SENASA) no puede entenderse solo como un simple delito económico: se trata de un ataque directo a la seguridad humana, a la protección social y al derecho fundamental a la salud de millones de ciudadanos.

Cuando funcionarios o intermediarios se apropian de recursos destinados a medicamentos, coberturas, cirugías o tratamientos, crean condiciones que ponen en riesgo la vida de dominicanos vulnerables. La corrupción en este sector no mata con armas ni provoca explosiones, pero sí incrementa la mortalidad por falta de atención, retrasa diagnósticos y deja desamparadas a familias enteras. Es una violencia silenciosa, pero igualmente letal.

Por ello, resulta pertinente sostener que el robo sistemático al SENASA debe considerarse una forma contemporánea de crimen de lesa humanidad, entendiendo que afecta de manera masiva, prolongada y grave los derechos esenciales de la población. Puede no encajar en la tipificación clásica del Derecho Penal Internacional, pero sí en la lógica ética y política de aquellos crímenes que degradan la dignidad humana y destruyen la confianza social.

¿Qué hace la justicia?

La justicia dominicana, en muchas ocasiones, termina actuando como un actor que blanquea el daño en lugar de repararlo. Las negociaciones, los acuerdos, la reducción de cargos, el “devuelve una parte y vete tranquilo”, funcionan como un sistema paralelo de impunidad que erosiona cualquier noción de justicia distributiva.

En vez de fortalecer el precedente sancionador, estos acuerdos consolidan la percepción ciudadana de que la ley no es igual para todos. Mientras un ciudadano común enfrenta consecuencias severas por delitos menores, quienes administran fondos públicos disfrutan de un trato indulgente que premia la negociación por encima de la responsabilidad.

Reconstruir el régimen de consecuencias

Romper este ciclo exige mucho más que reformas legales. Requiere una transformación ética del sistema judicial, un rediseño institucional que impida la discrecionalidad negociada y una voluntad política que coloque la protección del interés público por encima de los pactos de élites.

La corrupción en República Dominicana no es inevitable: es el resultado de estructuras que la permiten, la toleran y, en ocasiones, la celebran bajo el disfraz de la eficiencia procesal. El país necesita comprender que cada peso robado al Estado y especialmente a instituciones esenciales como el SENASA es una agresión directa a su bienestar colectivo. Y mientras no exista un régimen de consecuencias robusto, la impunidad seguirá siendo la regla y no la excepción.

El círculo perverso: impunidad, reincidencia y legitimación

En República Dominicana, la impunidad no es solo la falta de castigo: es un sistema que permite que los responsables vuelvan, una y otra vez, a ocupar posiciones de influencia. La inexistencia de sanciones severas, sumada a la permisividad institucional, genera un círculo perverso donde:

  • La corrupción se normaliza.
  • Las redes se fortalecen.
  • Los mecanismos de control se debilitan.
  • La ciudadanía pierde confianza en el Estado.

Sin consecuencias reales, cualquier estrategia anticorrupción se convierte en un ejercicio retórico. La efectividad de un sistema de justicia se mide no solo por la cantidad de casos judicializados, sino por la capacidad de romper la alianza entre poder político, intereses económicos y tolerancia social.

Hacia un nuevo pacto ético y jurídico

La lucha contra la corrupción requiere más que operativos mediáticos. Se necesita:

  1. Un régimen de consecuencias reales, con sanciones penales fuertes y sin privilegios procesales.
  2. Independencia efectiva del Ministerio Público y de los órganos de control.
  3. Reformas en la contratación pública, con trazabilidad total del gasto.
  4. Inhabilitación permanente para ocupar funciones públicas a quienes cometan delitos contra el Estado.
  5. Educación cívica para desnormalizar el clientelismo y el patrimonialismo.

La corrupción no desaparecerá por voluntad moral: se erradica con instituciones sólidas y una ciudadanía consciente.

El autor es politólogo, egresado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), Recinto San Francisco. Analista internacional y ensayista de temas locales, nacionales e internacionales.

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