Esta semana, por razones de todos sabidas, en el país ha vuelto a expresarse con ímpetu una de las principales taras de nuestra democracia: la poca capacidad colectiva de aceptar la disidencia.
Todos nos consideramos portadores de la verdad absoluta e irrebatible. Peor aun, entendemos que quien osa no compartir nuestras posiciones es un ser perverso, indigno de consideración o de la más mínima muestra de respeto.
Y así nos va.
Aunque a algunos les parezca cliché, la vida en comunidad depende de nuestra capacidad de hablarnos sin pretensión de destrozarnos. Cierto es que las opiniones, por no ser personas, no son respetables. Pero eso no quiere decir que podamos convertir nuestras diferencias en excusa para el ataque personal.
Por mucho que se grite desde ellas, las trincheras no son el contexto adecuado para la discusión de los problemas nacionales.
¿Qué ganamos con la deshumanización del que piensa distinto o con la destrucción reputacional como mecanismo de “debate”? La respuesta es desalentadora: poca cosa, y siempre a corto plazo.
Promover el enroque de los demás nunca pinta bien para una sociedad que por necesidad es un proyecto a largo plazo.
Nada de lo anterior debe entenderse como un llamado al desapasionamiento o la indiferencia. Muy por el contrario, la premisa es que el debate democrático es por naturaleza apasionado, pero no irrespetuoso ni desconsiderado.
Comete un grave error quien piense que la capacidad de ofender está relacionada con la profundidad de las convicciones o la justicia de una causa.
De hecho, las más de las veces es al revés: se ofende porque no se tienen otras herramientas.
Estos meses pasarán, se celebrarán las elecciones y habrá un ganador. Ese ganador ejercerá el poder durante cuatro años y deberá presentarse al escrutinio electoral en 2024, dando inicio a un nuevo ciclo. Procuremos no causarnos daños innecesarios por andar confundiendo el fin de un cuatrenio con el fin del mundo.