Como cada año, los dominicanos conmemoramos un aniversario más de la Constitución. Una práctica que ha cobrado importancia en la misma medida en que aumenta nuestra conciencia del valor de la Carta Magna.
Sin embargo, esta conmemoración esconde en sí misma una visión problemática del significado de la Constitución.
Por definición, las conmemoraciones celebran el pasado.
Es decir, implican mirar hacia atrás. Si bien esta mirada no carece de utilidad, denota una concepción de la Constitución como algo perteneciente a un tiempo perimido o, por lo menos, proveniente de él.
En el caso dominicano las constituciones no son una celebración del pasado. Contrario a la experiencia estadunidense, por ejemplo, no podemos mirar el origen de la Constitución y no percibir las sombras que proyectan algunos de los principales protagonistas de noviembre de 1844.
Por eso no existe un momento de gloria constitucional originaria que recordar. Los defensores del constitucionalismo como forma de gobierno han tenido que jugar casi siempre en desventaja. Así, su historia se escribe no como una relación de logros, sino como una de resistencias. Aunque, para ser justos, estas han constituido avances.
También, contrariamente a lo que sucede en otros países, nuestras constituciones no hacen referencia a los derechos alcanzados, sino a los que aun perseguimos.
Por eso es tan difícil entender, verbigracia, los derechos fundamentales dominicanos desde el punto de vista del constitucionalismo español (y viceversa). Nuestras constituciones no son murallas para contener a quienes quieren arrebatarnos derechos, sino arietes para abrirnos paso al lugar donde aun estos se encuentran fuera de nuestro alcance.
Las declaraciones de derechos en nuestra Constitución no son protectoras, son aspiracionales. Y, por eso mismo, nuestras constituciones también lo son.
No son un acuerdo con los “padres fundadores”, como en el caso estadounidense, ni un mecanismo de preservación del consenso que diera fin a una dictadura, como en el español. Nuestras constituciones son un pacto con el futuro, un compromiso con nuestros hijos, y con los hijos de nuestros hijos.
De poco sirve, pues, convertirla en un objeto de veneración.
No lo es, ni debe serlo. Es una herramienta con la que estamos llamados a labrar un futuro mejor para quienes nos seguirán. Renunciando a la estética litúrgica que la rodea ganaremos no solo el presente, sino también el porvenir.