Ulises Martínez camina por debajo del puente donde dos de los autobuses en los que se movilizaban los estudiantes que luego desaparecieron fueron atacados hace 10 años. (AP Foto/Félix Márquez)(AP Foto/Félix Márquez)
Ulises Martínez no está cómodo moviéndose por Iguala, la ciudad mexicana donde hace 10 años desaparecieron 43 de sus compañeros de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa.
Esa noche, un centenar de estudiantes acababan de tomar cinco autobuses en Iguala cuando fueron atacados por policías vinculados al crimen organizado. Casi la mitad de ellos fueron detenidos en distintos puntos y luego desaparecieron. Además hubo seis muertos y más de 40 heridos.
La violencia continuó contra los que quedaron y contra una treintena de estudiantes que llegó de apoyo, como Martínez, con varios tiroteos en distintos momentos que convirtieron la ciudad del estado de Guerrero en un infierno.
Martínez tenía 20 años esa noche, era alumno de tercero en Ayotzinapa y sabía cómo actuar en los choques con la policía.
Aceptó volver a los lugares donde estuvo la noche del 26 de septiembre de 2014, comprometido con que se haga justicia por un crimen todavía sin resolver.
Este es su recuento de los hechos.
9:30 p.m.
Comienzan a golpear las puertas de los dormitorios porque los compañeros que fueron a Iguala tienen problemas. Martínez agarra el celular y una playera para cubrirse la cara y se sube a una de las dos camionetas que salen para esa ciudad, a 120 km al norte de la escuela.
10:00 p.m.
La carretera esta vacía. En un cruce, a unos 15 km de Iguala, hay una camioneta atravesada con hombres armados. “Al ver eso ya vimos que no iba a ser fácil”.
El estudiante que va manejando pregunta nervioso qué hacer. Martínez escucha cómo cargan cartuchos. Les apuntan. “Aquí quedamos», piensa. «¿Para qué vine?”
El conductor acelera y pasa el retén. Nadie se explica por qué no les disparan. «Marqué a la normal y les dije ‘no vengan… Hay narcos’”.
Los celulares arden entre los compañeros que piden ayuda y los que quieren saber qué pasa.
10:20 p.m.
Al pasar bajo el puente junto al Palacio de Justicia, en la entrada de Iguala, ven un autobús vacío: “Deshecho, las llantas ponchadas, las cajuelas abiertas, los vidrios rotos”. Ven que es uno de los que tomaron sus compañeros pero no se detienen.
La camioneta sigue a toda velocidad hacia la terminal de autobuses. Se cruzan con cinco o seis estudiantes de primero corriendo en esa misma dirección. Los reconocen por el pelo rapado. Cuando dan la vuelta para recogerles han desaparecido.
Días después, les cuentan que huyeron hacia el monte porque se acercaba una patrulla. Iban en un autobús que paró cerca del que vieron destrozado y fueron bajados a la fuerza por policías federales. Ese fue el conocido como quinto autobús que nunca se localizó y que, según la Comisión de la Verdad, tomaron por error sin saber que podía llevar droga o dinero.
Los videos de las cámaras de seguridad del Palacio de Justicia nunca aparecieron pero los investigadores confirmaron la participación de agentes federales y que, a unos metros de ese puente, había un militar en una moto tomando fotos. En este lugar es detenido un grupo de los estudiantes desaparecidos.
10:30 p.m.
Llegan a la terminal. Preguntan por el lugar que sus compañeros les dieron como referencia de dónde están. Los taxistas dicen que tienen prohibido ir allí. Como ya saben que hay alumnos detenidos, barajan la posibilidad de capturar a policías para intercambiarlos pero descartan la idea enseguida debido al nivel de violencia que perciben.
11:00 p.m.
Después de recorrer el centro, localizan otros tres autobuses baleados. Ahí están parte sus compañeros, llorando. A otros se los había llevado la policía. “No podían asimilar lo que había pasando”.
Martínez entra en uno de los autobuses. “Había charcos de sangre, playeras, los sillones con balazos, se veía muy feo. Esperábamos una autoridad pero nadie llegaba».
Reina la confusión. No saben cuántos detenidos hay, ni donde están muchos de sus compañeros. Llegan noticias de nuevos tiroteos en otro punto de la ciudad, donde mueren tres personas sin relación con los estudiantes.
Quieren resguardar el lugar «para que no se llevaran los autobuses o los casquillos” y que haya pruebas. Deciden llamar a periodistas locales.
12:30 a.m. del 27 de septiembre
Mientras hablan con la prensa, Martínez se separa del grupo para hacer una foto al lugar donde un alumno fue alcanzado en la cabeza. Se lo habían llevado al hospital antes de llegar él creyéndole muerto, aunque sobrevivió. Quedó en coma.
Una camioneta roja se acerca despacio. “Cuando yo le tomo la foto al charco de sangre y volteo… se bajaron algunos individuos de negro, uno se hincó, primero disparó una ráfaga hacia el aire y luego empezaron a disparar» contra estudiantes y periodistas que se dispersan en medio del pánico.
“Me quedé como en shock, una reportera se tropezó conmigo, nos caímos al suelo”. Martínez se esconde tras una rueda. “Corran». Un joven huye solo en dirección contraria a los demás.
Cuando cesan los disparos, pide a gritos una ambulancia para un herido en la mandíbula. “Le iba escurriendo la sangre”. Nadie llega así que lo cargan y una mujer les indica que hay un hospital cercano: “Métanse ahí… los van a matar”.
En el lugar, quedan dos estudiantes muertos aunque ellos todavía no se ha dado cuenta.
01:00 a.m.
Un grupo de alumnos entra a la clínica, aunque las enfermeras no querían, sientan al herido y apagan las luces.
Martínez y otro compañero suben a la azotea para ver si les siguen. Marca a su padre para despedirse «por si ya no volvía».
Llegan dos camionetas del ejército. El compañero de Martínez quiere saltar desde la azotea al ver entrar a los soldados. Martínez se lo impide y le dice que lo peor que les puede pasar es que se los lleven al cuartel. Su amigo, originario de Iguala, le contradice. Le dice que militares, narcos y policías “son los mismos” y que los van a matar.
Los militares reagrupan a todos los estudiantes en la parte baja y les obligan a poner los celulares sobre la mesa. Si suenan deben poner el altavoz y responder que están bien sin decir dónde.
Los militares reciben una llamada. Sacan una libreta. Les dicen que vendrá la policía por ellos y que «anoten su nombre verdadero porque, si no, nunca los van a encontrar».
Martínez entra en pánico.
01:15 a.m.
El ejército se va antes de que llegue la policía y todos huyen. Martínez y otros compañeros convencen a un taxista de que lleve al herido al Hospital General y luego echan a correr hasta que alguien de una casa cercana les abre una puerta. Hay unos 30 estudiantes escondidos ahí.
«Me metí entre un depósito de agua y un lavadero. Encontré un rosario de madera y me lo puse».
Una mujer se lleva a Martínez y a otros cinco a una segunda casa. Nadie duerme.
05:00 a.m.
Los estudiantes empiezan a llegar al Palacio de Justicia para que les tomen declaración. Un grupo sale a buscar a los que no aparecen. No hay ni rastro de ellos.
A muchos celulares llega una fotografía: la del cadáver de Julio César Mondragón, el joven que había huido tras la conferencia de prensa en sentido contrario. Tiene el rostro arrancado.
09:00 a.m.
A Martínez lo mandan al Hospital General a cuidar a los enfermos. No se mueve de ahí en cuatro días, durmiendo sobre un cartón, aterrado porque una patrulla le “resguardaba”. Nadie es consciente de lo que ha pasado.
La noche de terror había acabado. “La historia de terror estaba a punto de comenzar”, dice 10 años después.