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La ciudad que se conocía a pie

Víctor Féliz Solano Por Víctor Féliz Solano
Víctor Féliz Solano
Víctor Féliz Solano

Yo conocí una ciudad que se andaba a pie. Una ciudad que olía a pan recién hecho por la mañana y a café colado a las cinco de la tarde.

Donde caminar no era un castigo ni una rareza, sino una forma de encontrarse. De uno con el otro, y de uno consigo mismo.

Santo Domingo era eso: un mosaico de calles con nombres que todavía tenían sentido, de esquinas con historia, de portones que saludaban.

Uno podía salir de la casa y caminar hasta el colmado, la escuela, la iglesia, la barbería, el cine, la casa de los amigos.

Y por el camino, saludar al vecino, enterarse del barrio, o simplemente perderse en los pensamientos sin temor a ser tragado por el ruido, la prisa o la indiferencia.

Caminar era, sin saberlo, una forma de pertenencia. El cuerpo se apropiaba de la ciudad paso a paso. Las aceras eran parte del paisaje humano, no obstáculos para sobrevivir entre carros.

Las esquinas eran puntos de encuentro, no puntos ciegos. El tiempo caminaba con uno y la ciudad tenía un ritmo acompasado al corazón de sus habitantes.

Éramos niños que vivíamos la ciudad con los pies y el corazón. Las calles eran nuestras canchas. Jugábamos a la latica, el escondido, el stop, el yoyo, la placa, la cuerda, el trompo. Bastaba una piedra, una tapa, una caja vieja para inventar un mundo.

Nos revolcábamos en el polvo sin miedo a ensuciarnos, porque la calle era extensión de la casa. Y si pasaba un carro, todos gritábamos «¡agua!» y nos hacíamos a un lado, sólo para volver al juego segundos después. Éramos felices con lo más simple. Y eso, sin darnos cuenta, era libertad.

Hoy, esa ciudad se me escapa entre los dedos. La han tapado con cemento, le han puesto rejas y le han robado el alma.

Caminar ahora es casi un acto de rebeldía o de necesidad. Las distancias se han estirado, los barrios se han cerrado, las aceras se han estrechado. Y en lugar de rostros, lo que uno encuentra al andar son vehículos, muros, velocidad y ruido.

¿En qué momento dejamos de caminar? ¿Cuándo empezamos a diseñar una ciudad donde lo primero que se sacrifica es el peatón? Tal vez fue cuando empezamos a confundir desarrollo con cantidad de vehículos. O cuando el miedo se apoderó de las calles, y nos enseñó que moverse a pie era sinónimo de pobreza, de peligro o de atraso.

Pero yo no olvido. No puedo. Porque esa ciudad que se conocía a pie era también la ciudad donde uno se sentía parte de algo más grande. Una ciudad donde el saludo tenía nombre, el camino tenía sombra y el corazón latía sin sobresaltos.

A veces cierro los ojos y camino de nuevo esas calles. Siento la brisa de la tarde, escucho a doña Olga barrer la acera, veo al cartero que siempre tenía un chiste, oigo al camión de helado acercarse.

En esos recuerdos, la ciudad vuelve a ser mía. No por nostalgia, sino por derecho. Porque ese Santo Domingo aún vive dentro de mí, como un mapa invisible que me recuerda quién soy y de dónde vengo.

No escribo esto para quedarme atrapado en el pasado. Lo escribo para recordarnos que no todo lo nuevo es mejor, y que tal vez, sólo tal vez, todavía estamos a tiempo de volver a poner los pies en la ciudad. De rehacer los caminos.

De diseñar un Santo Domingo más humano, más amable, más caminable. Una ciudad donde el progreso no excluya al que camina, ni borre la memoria de lo que fuimos.
Porque caminar la ciudad era también caminar la vida. Y yo, sinceramente, extraño ambas cosas.

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