Contrario a lo que piensan algunos, las democracias no son sistemas de administración del poder en los cuales este desaparece o se reduce.
Esta visión de las cosas sólo lleva a error porque el poder, como la masa y la energía, ni se crea ni se destruye, sólo se transforma y distribuye. ¿Qué quiere decir esto? Que la virtud de la democracia no es que exista menos poder, sino que está mejor distribuido y administrado que en otros sistemas.
Consecuencia de lo anterior, uno de los pilares del constitucionalismo liberal es la desconfianza frente al poder. Por esto, organiza un sistema de frenos y contrapesos en el cual el poder detiene al poder, reduciendo el espacio dejado a la arbitrariedad.
Pero una cosa es el diseño del sistema y otra distinta es el ejercicio del poder en su contexto. Ningún sistema es infalible ni está tan bien diseñado que sea inmune al abuso de sus reglas e instituciones. Por eso, para que cualquier sistema democrático continúe siéndolo, es necesario que se encuentren presentes dos factores: la buena fe de sus actores y, sobre todo, la desconfianza del poder frente a sí mismo.
Quienes ejercen funciones de poder deben desconfiar siempre de sus propios motivos e intenciones. Esto, por el axioma de Lord Acton de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, pero también por una razón más simple, tanto que es muy fácil perderla de vista: el poder trae responsabilidades que, por su magnitud, llevan a buscar formas simples de resolver problemas complejos.
Y ahí, en esa aparente simpleza, se esconde el virus de la arbitrariedad porque impide en muchas ocasiones ver los grises que realmente definen las cosas.
Siempre que se tenga una posición de responsabilidad es importante revisar si nuestras acciones responden a las necesidades reales del momento, o a la necesidad propia de dar algo por solucionado y pasar a lo siguiente. También nos suelen engañar los espejismos que nos creamos con falsas metas que se ven muy bien en los informes pero que no responden a los problemas que debemos atender.
También, finalmente, se suele perder de vista que no todo vale para alcanzar los objetivos trazados. Así las cosas, para ser racional y efectivo en democracia, el poder debe ser cauteloso y desconfiar de sí mismo.